Editorial Bruguera. 93 páginas.
1ª edición de 2007.
La semana pasada ya comenté aquí
otro de los libros de Enrique Murillo
(Barcelona, 1944), titulado Qué nos pasa (2002). Hablé un poco
de la trayectoria profesional del autor y conté que me había enviado a casa
estas dos novelas suyas.
La muerte pegada a las uñas
empieza, igual que la novela anterior, en un aeropuerto. En este caso la ciudad
de la que procede el personaje, Ramón Pons, está mostrada de forma más
explícita: él es de Barcelona y con frecuencia, por motivos de trabajo, tiene
que hacer el puente aéreo Barcelona-Madrid. Esta es la primera frase de la
novela: “Pertenezco a la populosa raza de los usuarios del puente aéreo que une
Madrid con Barcelona”.
El tiempo de la novela es el de
una mañana: se está produciendo un retraso en su vuelo y es posible que Ramón
Pons no llegue a su primera cita del día en Madrid. Ramón Pons es el narrador
de La muerte pegada a las uñas, y no
conoceremos su nombre hasta las páginas finales. Está intranquilo porque sus
desgracias del día no parecen acabar en el retraso que va a sufrir el vuelo: se
acaba de sentar a su lado en el avión un viajero muy nervioso, que contraviene
casi todas las normas tácitas que la “raza de los usuarios del puente aéreo” se
han impuesto entre sí; la primera de ellas parece ser la de viajar sin
dirigirse la palabra.
Debido al tamaño de su vecino de
asiento, el narrador comenzará a referirse a él como “el oso”. Al final de la
novela sabremos que su verdadero nombre es Raúl Fontana. El oso bebe whisky de
una petaca, ingiere varios tranquilizantes, y aun así no se queda dormido. Va a
empezar a contarle a Ramón una historia, que al principio nuestro narrador no
quiere escuchar (le hace ver a su compañero que está leyendo un periódico, por
ejemplo), pero ante la que acabará sucumbiendo; hasta el punto de acabar interpelando
a su compañero de vuelo con un perentorio “qué ocurrió entonces” cuando su
interlocutor se sumerja en un inesperado silencio.
Raúl, madrileño, vuelve de Barcelona
a su ciudad después de haber cumplido con el último deseo de su mujer, muerta
una semana antes: arrojar sus cenizas al mar de la que fue su ciudad natal,
Barcelona. Al haber perdido el tren de regreso, ha tenido que tomar el vuelo,
lo que no es de su agrado.
Raúl le cuenta a Ramón que es un
fotógrafo profesional, con un relativo éxito, que se casó con una bella modelo llamada
María. Ésta deseó comprar un piso antiguo en uno de los barrios más caros de
Madrid, y tras una discusión marital porque los padres de ella –barceloneses de
visita en Madrid– piden a su hija que se vaya a vivir a Barcelona, éstos van a
sufrir un accidente que les causará la muerte. María se libra porque, debido a
la discusión con Raúl, no se había ido esa noche a Barcelona con sus padres. A
partir de aquí la distancia entre Raúl y María se acrecienta, y la mujer
empieza a perder las ganas de vivir. Empezará a encontrarse cada vez más
obsesionada con la historia trágica de los antiguos dueños de la casa en la que
viven. Historia que Raúl irá reconstruyendo gracias a los vecinos y que María
parece recibir de primera mano, de las voces de los fantasmas que parece
escuchar a través de las paredes del edificio.
Como viene ocurriendo desde Otra
vuelta de tuerca de Henry James,
será tarea del lector decidir si está leyendo una novela de fantasmas o de
locura.
Me ha gustado el juego entre las
dos voces narrativas de la novela. La primera persona de Ramón Pons le cede la
voz a la primera persona de Raúl Fontana, que al final se convierte en el
principal narrador de la historia, aunque en parte nos llegue filtrada por la presencia
de Ramón, el narrador-testigo.
Las dos voces narrativas me
parecen, gracias a su forma de expresarse y a los intereses que muestran, más
literarias que la del personaje de Arturo de la novela anterior, en la que el
personaje propuesto me parecía, como ya comenté, que adolecía de algunas
contradicciones.
El tono de la novela es más
sobrio que el de Qué nos pasa. La comedia bufa que proponía esta novela –tono
que podría hacernos pensar en el humor socarrón de Eduardo Mendoza–, deja paso aquí, en La muerte pegada a las uñas, a una narración más contenida, más de
influencia anglosajona. Ya comenté la semana pasada que Murillo ha sido
traductor de Henry James, y ha seleccionado y traducido, por ejemplo para
Anagrama, a algunos de sus autores anglosajones emblemáticos, como Martin Amis, Ian McEwan, o John
Fowles, y por tanto es un gran
conocedor de la narración anglosajona, que siempre ha mostrado ese saber hacer
en el relato fantástico y más concretamente en el de fantasmas.
Aunque La muerte pegada a las uñas
tenga 95 páginas y Qué nos pasa 176
yo diría que son prácticamente de la misma extensión, y que la diferencia de
páginas es sólo una cuestión de la diferencia de formato entre la editorial
Destino y Bruguera.
Creo que ha sido un acierto haber leído estas dos novelas de Enrique
Murillo en orden cronológico, y quedarme con el buen sabor de boca de haber
leído la que más me ha gustado al final. La
muerte pegada a las uñas es una novela corta de fantasmas o de locura de
escritura contenida, en la que el autor ha sabido trasladar muy bien el relato
fantástico anglosajón a un reconocido e inquietante (casi toda la narración
tiene lugar en el aire, durante el vuelo del avión) espacio físico cercano a
nosotros.
Me gustaría acabar esta entrada recomendando la lectura de una entrevista
que José Serralvo hace a Enrique Murillo para la revista Jot Down, en la que Murillo habla de su trayectoria como
editor y sobre el mundo editorial español sin muchos tapujos. En esta
entrevista podrán leer (PINCHAR AQUÍ), mis queridos amantes de la literatura
verdadera, preguntas y respuestas tan interesantes como ésta:
José
Serralvo: ¿Qué me dices de los
premios literarios? ¿Las agencias presionan a los jurados?
Enrique Murillo: No, no es exactamente así. El problema
empieza en las editoriales, que fingen convocar concursos que en realidad no
son concursos. Yo he sido cocinero de muchos premios literarios. Casi todos los
premios literarios son una inversión de dinero muy grande que ninguna editorial
que se precie puede jugarse dándoselo a alguien que nadie conoce y que por
tanto venderá pocos ejemplares. Son operaciones de marketing y,
como tales, lo que pretenden es encontrar un libro que venda muchísimo y que
cubra el anticipo enorme que se paga por el premio. Es lo que hacen muchas
editoriales, y la historia de los premios literarios de los últimos veinte años
lo demuestra: ¿por qué lo ganan siempre autores muy conocidos que ya venden
muchos ejemplares? Por eso, el cocinero del premio tiene que dedicarse durante
un año entero a buscar a alguien que quiera ganar ese premio. Los premios
literarios son una mentira. Lo digo con todas las letras.