Editorial El
cuenco de plata. 123 páginas. 1ª edición de 1950, ésta es de 2009.
Prólogo de Elvio E. Gandolfo
Este libro de Armonía Somers (Pando, Uruguay, 1914 –
Montevideo, 1994) me lo dejó el escrito Alejandro
Morellón junto con el de Pájaros en la boca de Samanta Schweblin, que ya comenté en el
blog hace unas semanas. Alejandro que decía que La mujer desnuda era uno de los libros que más le había gustado de
los que había leído durante 2014, y tras estas palabras yo tenía bastante
interés en leerlo. Además, esta novela cuenta con un prólogo de mi amigo
cibernético Elvio E. Gandolfo y el
nombre de Armonía Somers suele aparecer en las listas de escritores destacados
uruguayos (los llamados “los raros”) junto con autores a los que admiro mucho
como Mario Levrero o Felisberto Hernández.
Empecé a leer el prólogo de
Gandolfo y a las pocas líneas me di cuenta de que contaba detalles del
argumento, así que me lo dejé para el final.
La novela comienza el día en el
que Rebeca Linke cumple treinta años. Simbólicamente se nos informa de que el
día para ella ha comenzado con “la nada”, que es lo que había imaginado
siempre. Rebeca llega en tren a una casa que ha comprado en el campo. La
narradora nos informa de que durante ese trayecto ha ido desnuda debajo de un
abrigo: “Rebeca Linke dejó deslizar al suelo el abrigo con que cubriera la
desnudez en que había salido.” (pág. 17).
La narración durante estas primeras
páginas es un tanto distante, pese a la extrañeza creada se mantiene dentro de
los parámetros del realismo. Sin embargo, en la página 18 Rebeca Linke se corta
la cabeza a sí misma: “La cabeza rodó pesadamente como un fruto. Rebeca Linke
vio caer aquello sin alegría ni pena.” (pág. 18). Unas pocas páginas después,
Rebeca toma su cabeza del suelo y vuelve a colocársela sobre los hombros. En
este proceso ha pasado de ser Rebeca Linke para la narradora a ser “la mujer
desnuda”. Se entiende que estamos aquí ante una narración simbólica: Rebeca se
transforma en otra y, dando rienda suelta a sus pulsiones irracionales, decide
salir a pasear desnuda por el bosque adyacente a su casa de campo.
La visión de la mujer desnuda
resulta perturbadora primero para un leñador y su esposa, que viven en una casa
apartada del pueblo. El leñador y su esposa sienten aumentar en ellos las
pulsiones sexuales por la presencia (intuida, soñada, presagiada… no queda
claro en el libro) de la mujer desnuda. Ésta parece empezar a sentirse
vulnerable cuando comienza a amanecer, momento en el que su desnudez será
contemplada por dos mellizos que huyen espantados hacia el pueblo cercano. Allí
dan la voz de alarma y la paz de pueblo se perturba. Una pulsión sexual
irrefrenable parece invadir cada casa del pueblo:
“Pero a poco que se vino la noche
distinta tras las puertas entornadas, comenzaría también a suceder algo que los
hombres no alcanzar a explicarse. Piden y exigen cosas, cosas tremendas según
el canon y no se excusan. Prueban dormirse para ver si al despertar lograrán
retomar sus pudores. Pero abren de nuevo los ojos, sacuden a las mujeres, y
siguen exigiendo aún. Finalmente, en una nueva etapa, comienzan los fenómenos
singulares. Sentirse hombres distintos, como si por haber emigrado de su piel
estuviesen poblando otro ser más recio, menos comprometido. Es de ahí donde
arranca el verdadero desasosiego, haber perdido el miedo codificado. El hombre
que cada uno alumbra de su propio vientre no acusa más terrores.” Creo que en
este párrafo, tomado de la página 52, reside gran parte del sentido narrativo
de esta novela.
Armonía Somers publicó La mujer desnuda en 1950, su primera
novela bajo seudónimo, y averiguar quién estaba detrás del nombre falso (en la
mayoría de los casos se pensó que era un hombre) fue parte de la recepción
crítica de la novela, que supuso un escándalo burgués en su pequeño círculo de lectores
de la sociedad montevideana.
Parte del pensamiento simbólico
de la novela se traslada al cura del pueblo, que también se ha visto tentado en
sueños por la promesa impúdica de la mujer desnuda, que más que como una
amenaza se está paseando por los bosques del pueblo como una expresión de los deseos
incontrolables de los hombres, como una manifestación de la ruptura de la paz
social.
Como apuntaría el ensayista
francés René Girard, a través de la articulación de la sociedad sobre su
teoría de la violencia y el sacrificio: la sociedad del pueblo se ha visto
violentada (cada persona en lo privada, pero también como colectivo) y sólo se podrá
restaurar el orden perdido mediante el sacrificio de la mujer desnuda y quizás
del hombre que pueda encontrarse con ella.
Si más de una teoría de la novela
apunta que ésta debe basarse en la precisión, ya he comentado al principio que
Armonía Somers juega más bien a la ambigüedad en su narración, a la imprecisión
nebulosa. Más de una vez durante la lectura de esta novela que apenas sobrepasa
las cien páginas me he encontrado retrocediendo en el texto para averiguar
dónde y por qué me había perdido. La narración de Somers se mueve en la
nebulosa de lo sugerido, de lo que está pasando pero a la vez no está pasando,
porque se trata de un sueño o de una ensoñación o de la representación
simbólica de pensamientos irracionales. Su escritura no deja de ser bella, con
una potente carga metafórica muy personal. Me gusta en este sentido, por
ejemplo, este párrafo: “Hacia delante, un campo extenso. De pronto éste se
interrumpía por una oscura mole transversal que iba terminando en forma de
animal marino. Sí, realmente, el bosque le parecía desde el principio un
cetáceo varado.”
Lo cierto, es que a pesar del
escaso número de páginas, y apreciando el nivel lingüístico de la novela, he de
decir que me ha costado terminarla. No he entrado en su propuesta narrativa.
Imagino que a mí me gusta más la precisión que la ambigüedad y entiendo también
que esta historia pudo ser rompedora en 1950, pero yo no he conseguido sentir
apego por sus personajes desdibujados y difusos, ni por su anécdota rompedora
de costumbres. Una pena, porque me hubiera encantado compartir el entusiasmo
con el que Alejandro Morellón me habló de este libro. Una vez más queda
confirmado para mí que cada lector es un itinerario personal de lecturas y la
confluencia en determinados nombres comunes no asegura el encuentro perpetuo.
Con Samanta Schweblin estuvimos más de acuerdo.