Hoy se prenta en Madrid la novela de Manuel Rico "La mujer muerta" (editada en Rey Lear).
Cuando se publicó por primera vez, yuve ocasión de reseñarla en las páginas de ABC Cultural (donde por entoces ejercía la crítica literaria),y al autor debieron de parecerle ajustadas aquellas líneas de mi lectura. Al menos lo suficiente como para pedirme si podía prologar esta segunda salida de la novela, a la que le deseo la mejor fortuna.
Por mi parte, le he pedido a Manuel Rico que me mande el archivo de un par de pasajes de "La mujer muerta", con los que espero despertar vuestra curiosidad "leona".
"Monsalve encendió un cigarrillo y le sostuvo, durante unos instantes, la mirada. En su rostro no había ironía, sí un velo de gravedad y descreimiento. Dijo:
—Nunca has llegado a asumir que un artista no es sólo lo que él quiere ser. Es, además, yo diría que sobre todo, lo que el espectador reconoce y acepta. Se trata de un equilibrio entre el impulso creador y las exigencias y gustos de su público. Durante casi veinte años mantuviste ese equilibrio.
Gonzalo optó por no responder y se recluyó en sus pensamientos. Y en la memoria. Pensaba que había mantenido aquel equilibrio a costa de alejarse de otro: el que comenzó a construir casi veinte años antes en pos de un realismo distinto, algo tamizado por la búsqueda de una cierta deformación, una tendencia que tenía su origen en el descubrimiento de algunos expresionistas centroeuropeos, pretendía gotear de expresionismo su pintura figurativa, atormentar las formas y los contornos sin llegar a hacerlas irreconocibles, y recordaba también el descubrimiento del realismo americano del crack del 29, Hopper, Soyer, Shann, o el realismo crítico italiano, la causticidad desolada de Guttuso, o aquel texto recortado de una vieja revista en el que Schad escribía «es posible crear forma realista de expresión moderna». Tal vez fuera en aquellos años, cuando la década de los sesenta llegaba a su fin y ni Monsalve ni Berta asomaban en el horizonte, cuando pudo iniciar un sendero sin desavenencias consigo mismo, fiel al origen y a la raíz, tal vez su empeño en Cerbal estuviera marcado por la recuperación de aquel impulso que emborronaron las portadas, la editorial, la exposición del sesenta y nueve en que conoció a Berta.
Mientras Berta y Monsalve aprovechaban el silencio de Gonzalo para referirse al programa de novedades editoriales de la primavera, éste recapitulaba sobre su vida, y recordaba a sus amigos de antaño, a Casal y Heredia, promesas entonces de un realismo distinto con quienes visitó París por vez primera, con quienes inició un trayecto tan precario como apasionante intentando aprehender en el papel o en el lienzo la respiración angosta de las afueras de Madrid, de sus barrios limítrofes, de sus gentes subalternas, con quienes expuso muchas veces en salas del extrarradio, precarias muestras en las que lo de menos eran los resultados económicos. Los recordaba entre la bruma del tiempo, en la angostura de aquellos años desapacibles, y recordaba cómo fueron desapareciendo, poco a poco, de su vida: se espaciaron los encuentros, fueron mostrándose distantes de su viaje al informalismo y, aunque acudieron a sus primeras exposiciones de los años setenta, pronto dejaron en vía muerta la amistad antigua hasta perderse, como tantas otras cosas, entre las ruinas de un pasado lleno de imperfecciones y renuncias pero tan luminoso como la juventud." (pp. 155-156)
"A FINALES DE NOVIEMBRE, la nieve comenzó a caer sobre la comarca. Cerbal, desde la montaña, sólo era visible por las columnas de humo que, con pereza, se levantaban desde las chimeneas de las casas o por la mancha oscura de alguno de sus habitantes cruzando, con paso cauteloso, sus calles emblanquecidas e irreconocibles. El tiempo parecía suspendido en una latitud silenciosa y la vida buscó el abrigo de las chimeneas y estufas de las viejas casas, se hizo reclusión y espera. El temporal interrumpió, durante tres días, los viajes de Berta a Madrid y abrió entre ella y Gonzalo un espacio de confidencias en el que los agravios acumulados, que se hicieron presentes con toda su carga de recriminación en la mañana en que Berta comprobó la densidad de una nevada que le impediría acudir a una reunión varias veces aplazada por Monsalve, se convirtieron, poco a poco, en el fermento de un pacto no por difuso menos tranquilizador para los temores de Berta cual era la confesada voluntad de Gonzalo de situar en el horizonte la posibilidad del regreso a Madrid. Aunque aquella concesión, lejos de obedecer a un convencimiento íntimo, respondía al apremio de una necesaria conciliación con ella y sus incertidumbres, no por ello impidió que el diálogo cobrara una viveza que la rutina de la vida en la ciudad había desterrado hacía años. Hablaron del tiempo compartido, de las condiciones en que, en caso de producirse, Gonzalo asumiría el retorno, del amor inestable, a veces engañoso, que los mantenía unidos después de tantos años, de viejos veranos junto al Mediterráneo y de una época en la que el arte y las labores editoriales prolongaban la dudosa implicación en el empeño de acabar con la dictadura, de construir el imposible reino de una verdad no por precaria y huidiza menos necesaria. Concluyeron que su amor tenía parte de su razón de ser y de su perseverancia en el origen, en aquel tiempo duro del franquismo, pero también en la costumbre y en la desavenencia, en la disparidad de mundos que cada uno arrastraba, él un pasado difícil y menesteroso, ella un apacible universo de clase media que encontró en Editorial Pérgola caminos de conciliación con la mala conciencia heredada, con las viejas aspiraciones —que no eran sólo artísticas— de Gonzalo Porta, aquel joven pintor figurativo al que conoció en una exposición celebrada en 1969.
Fueron jornadas intensas e irreales que duraron lo que la consistencia de la nieve sobre aquellas tierras. Tres días después del comienzo del temporal, el deshielo volvió transitable la carretera hacia Fresneda y Brezo y a media mañana pudo verse, desde las montañas próximas a Cerbal, no la imagen conocida del Opel Record que solía conducir Berta, sino la de un viejo jeep que, después de abandonar la curva circundada de robles, se perdía entre los edificios del pueblo y, tras detenerse un momento junto a la taberna, embocó la calle donde vivían Gonzalo Porta y Berta Miranda". (pp. 70-71)