Calle de Puebla de la Sierra
Recuerdo los últimos meses de 1999 con una calidad borrosa. Fue el otoño de la espera del libro que en unos días se edita de nuevo. El otoño de las correcciones, de la ansiedad ante la aparición de la que consideraba (y la sigo considerando al día de hoy) mi más ambiciosa y extraña novela, algo que se produciría pocos meses después, a principios del año 2000. Fue, también, el otoño en que apareció Madera de boj, la novela de Camilo José Cela que el mundo literario (y, en general, el mundo lector) llevaba esperando décadas. El libro del Nobel decepcionó a unos pocos aunque tuvo un respaldo de crítica casi unánime. Yo estuve entre los decepcionados y no sólo porque al aparecer en el mismo catálogo que La mujer muerta supuso una dura competencia en la búsqueda de espacio en las meses de novedades de las librerías. Fue el otoño en que E., mis hijos y yo viajamos, con un grupo de amigos escritores, al pueblo segoviano de Riaza, a la inaguración de una exposición de grabados de Alexandra Domínguez, artista plástica y poeta con una obra en la que el surrealismo, la imaginería del Chile rural y una delicadeza de miniaturista se combinan hasta depurarse en un lirismo intenso y perturbador. En aquel viaje, del que guardo el recuerdo de un paisaje, contemplado desde el mirador de Peñas Llanas, junto a la ermita de la virgen de Hontanares, en el que el amarillo y el ocre se extendían, como una ineterminable alfombra compuesta por las copas de los robles hasta la llanura lejanísima que, al norte, se desplegaba hacia las tierras de Burgos, hablé largamente de La mujer muerta, de mis miedos, de sus personajes, de los escenarios naturales en que se desarrollaba.
Portada de la novela La mujer muerta
Con nosotros estaban, además de Alexandra, Guadalupe Grande, Juan Carlos Mestre, Juan Vicente Piqueras, Paca Aguirre y Diego Jesús Jiménez. Y, por supuesto, Malva y José Manuel, ya familiariazados, en la vida madrileña, con aquellos compañeros de viaje siempre preocupados por la palabra justa y por las causas perdidas. Y por la amistad y la conversación, que no es poco. En aquel viaje hablé de mi nueva novela, entonces en proceso de edición, y de las obsesiones y fantasmas que en ella se reflejaban. Recuerdo el viaje desde Madrid y, sobre todo, el momento en que avanzábamos por la carretera de Burgos, al oeste de la sierra del Rincón, entre cuyas cumbres se levantan los montes que me sirvieron como fuente de inspiración para dibujar, con la palabra, los paisajes de La mujer muerta.En 1999 acababa de morir un magnífico programa de radio sobre libros y literatura que conducíamos, a tres voces, Ángel García Galiano, Paco Solano y yo. Libromanía, producido por Blanca Navarro, una periodista y promotora cultural a la que perdí la pista hace tiempo, formaba parte de la parrilla de Europa FM y se llegó a mantener en antena durante 3 años. Fue la excepción en un panorama radiofónico que recluía (y recluye) los programas culturales en la radio pública. Por eso, no cabe considerar ilógico que los propietarios de la cadena, en aquel tiempo bajo la égida de la Telefónica de Aznar y otras hierbas, privada y buscadora de beneficios, decidieran liquidarlo. De nada le sirvió a Libromanía la obtención del Premio Nacional de Fomento de la Lectura (compartido con Revista de Libros) en 1997 ni que por los estudios de Europa FM, gracias al programa, desfilaran escritores como Pepe Hierro, José Manuel Caballero Bonald, Manuel Vázquez Montalbán, Félix Grande o Manuel Longares, entre otros muchos.
En 1999 nos aprestábamos a enfialar el último año del siglo XX y nos invadían los milenarismos, los más pesimistas augurios sobre los efectos del cambio de milenio en los sistemas informáticos, que, nos decían los expertos, podían poner en peligro miles de millones de archivos con datos de los ciudadanos, de los estados, de las empresas. En 1999 Bartleby Editores cumplía su primer año, nacía la nueva imagen de su colección de poesía y Pepo Paz y yo nos convocábamos de vez en cuando a almuerzos fugaces en la cafetería de la Asamblea de Madrid (en los que hablábamos de libros, de poetas, de proyectos imposibles) o a desayunos no menos fugaces en alguna de las cafeterías del Centro Comercial Las Rosas, entre Moratalaz y Canillejas.
En 1999 nacía, como proyecto, mi libro viajero Por la sierra del agua. Una mezcla de azar y necesidad (Monod dixit) me llevó, en la primavera de ese año, a ocupar una concejalía en Garganta de los Montes, un pueblo situado en el valle del Lozoya en el que, también por una mezcla de azar y necesidad, conocí la dramática y casi inverosímil historia de la existencia, en la posguerra, de un campo de concentración en las afueras al que me he referido, más de una vez, en este blog. Acudir períodiscamente a Garganta me ayudó en nuevos proyectos narrativos más allá de La mujer muerta y avivó mi curiosidad por conocer la historia oculta de la represión franquista. En aquel otoño hice algunas escapadas a los parajes próximos a Puebla de la Sierra, me perdí en la soledad de sus montes oscuros, deshabitados, fotografié sus roquedas abruptas y sentí, con un punto de desasosiego, que vivía algunas de las experiencias de Gonzalo Porta, el pintor protagonista de mi novela.
Grabado de Alexandra Domínguez
Todo eso, y mucho más, ocurría en 1999. Pero lo que de verdad me importaba, y me llenaba de incertidumbres y miedos y me producía un vértigo extraño, era la posibilidad de tener en mis manos el primer ejemplar de la novela en que llevaba empeñado más de 6 años. Y hoy, a las puertas de una nueva edición revisada y corregida, tengo una sensación parecida. Es una novela extraña, en las antípodas de las estéticas "tecnointernáuticas" de la narración fragmentaria de la llamada "generación nocilla", alejada del realismo, no del todo fantástica aunque no renuncie a ciertas dosis de fantasía, con un argumento pensado para atrapar al lector desde la primera línea y arrastralo a un mundo desasosegador (al menos, tal fue mi pretensión) en el que vive la memoria de un tiempo difícil y los dilemas que el arte contemporáneo se viene planteando desde, al menos, principios del siglo XX. Dentro de poco, con nueva portada, una portada de Fernando Vicente radicalmente distinta a la de la primera edición y de una belleza algo naif en la que respira sutilmente el mundo que aún recuerdo de la década de los sesenta, llegará en las librerías. El 18 de octubre, así lo anuncia Rey Lear Editores, estará a vuestra disposición. Os deseo una feliz lectura.