Se hace buen cine en España, aún a riesgo para el autor de condenarse al suicidio comercial y a la marginación de entre las niñas bonitas de la academia. Esta vez es Javier Rebollo. En su haber, un puñado de magníficos cortometrajes (El equipaje abierto, El preciso orden de las cosas, En camas separadas…), una forma de hacer cine que se ha encargado de reivindicar como género mayor (en sus propias palabras: “No considero el cortometraje un trampolín ni salto a nada sino un sitio del que ir y venir como otros directores europeos hacen de manera saludable como Agnes Vardá o Chantal Akerman“) y un excelente largo “Lo que sé de Lola” (2006) nominado en su día a los premios Goya como mejor director novel y premiado en algunos festivales, europeos.
Tres años en el dique seco. Valió la pena la espera, porque La mujer sin piano es una de las propuestas más interesantes y convincentes de la cartelera actual. Los personajes son una peluca, una maleta, unos zapatos de tacón alto, una excelente Carmen Machi en su primer papel protagonista para el cine (fascinante capacidad para desprenderse rápidamente de la estela “cómica de serie televisiva”) y un polaco que encuentra en medio de la noche, muy bien interpretado por el guionista, músico y actor checo Jan Budar.
La acción transcurre en 24 horas de la vida de Rosa, ama de casa tipo que agota una monótona rutina cotidiana y decide dar un giro radical a su aburrida existencia, largarse de casa, abandonar al patético marido, el gabinete de depilación laser y su inexistencia sexual. Ahora es una mujer sola, ataviada y con maleta, caminando por una ciudad vacía, en busca de un viaje a no sabemos dónde.
Callada, introvertida, de rostro inexpresivo, se comunica de manera escueta, seca, dando a entender las situaciones a base de gestos y silencios. Parece que todo cuanto la rodea le es hostil: la obtusa lógica de una empleada de la oficina de correos, le apatía de la camarera del bar o los elementos de esa élite que puebla a determinadas horas la estación de autobuses de cualquier ciudad. Rebollo nos sitúa en este punto inicial y aparentemente solo contemplamos el transcurrir de las horas, sin que poco o nada suceda. No hay tensión dramática, el discurrir es pausado y tanto los personajes como las situaciones resultan grises y de una economía verbal notable.
¿Dónde está el secreto? ¿Qué tiene de interés para nosotros las contradicciones de una mujer de tantas que decide escapar de su monotonía?
Probablemente la respuesta sea la contundencia narrativa con la que Rebollo describe -de modo tan minimalista- tanto los personajes como los ambientes en los que están inmersos. Probablemente Rosa se nos antoja cualquier maruja o marujo de los que poblamos este siglo XXI, demasiado indiferentes a todo, hasta para con nosotros mismos. Javier Rebollo observa a sus personajes desde la suficiente distancia para hacer posible que en noventa minutos nos involucremos en el mundo desafecto que tan hábilmente retrata.
Y Probablemente porque la película invita a reflexionar sobre la realidad que nos es cercana: la creciente deferencia, mutua, entre cada individuo, el medio que nos rodea y nuestros vecinos de especie. Armoniosa mezcla de tragedia y comedia absurda, dadas las coordenadas de los escenarios y la característica popular del personaje, a la que hay que sumar cuidadísimos encuadres y una cámara que observa y nos devuelve con detenimiento hasta el más mínimo detalle. Ella, y el polaco que se encuentra una noche en una estación gris y sucia, van ganando minuto a minuto nuestra simpatía. Sales del cine con una medio sonrisa, aroma a coñac y bocata de calamares, y dándole vueltas a lo que has visto.
No se la pierdan, mucho más importante de lo que aparenta.