Revista Cultura y Ocio
Hay personas que, por azares misteriosos del Destino, desaparecen durante un cierto tiempo de nuestra atención y que después, por otros azares no menos peculiares, vuelven al primer plano de la actualidad accidentalmente. Es el caso de José Moreno Villa, poeta vinculado a la generación del 27. Durante décadas se le ha regalado la grisura del anonimato o la misericordia de incluirlo en listas larguísimas, casi siempre estériles, donde su nombre embarrancaba entre otros y se diluía en la niebla. Ni siquiera el título de uno solo de sus libros resultaba rescatado de ese naufragio triste (¿alguien recuerda haber leído una obra de Moreno Villa, o que se lo mencionasen durante el bachillerato o la universidad?), probablemente porque le cupo el honor de compartir época y grupo con Federico García Lorca, Vicente Aleixandre, Luis Cernuda o Pedro Salinas; y los genios, ya se sabe, calcinan por comparación a cuantos les rodean. En fecha reciente se ha producido, eso sí, una cierta recuperación de su figura al elegirlo Antonio Muñoz Molina para ser uno de los personajes de su gloriosa novela La noche de los tiempos. Pero el olvido, de inmediato, lo ha vuelto a contaminar con su ceniza.
Don José Moreno Villa (1887-1955) no fue desde luego un genio, pero sí un poeta voluntarioso y que alcanzó a componer algunos textos de notable interés. La demostración nos la ha puesto ante los ojos el profesor Juan Cano Ballesta en la editorial Cátedra, donde se ha publicado una antología lírica suya bajo el rótulo La música que llevaba. Allí, a lo largo de cuatrocientas páginas, se nos desgrana la trayectoria de este poeta, autor de versos machadianos con alma aforística («Yo me entregué a meditar, / y es posible que se deforme / el mundo con el pensar»); sonetos de meritoria factura y no mala resolución (como el titulado Afán de nitidez); contundentes poemas fechados durante la guerra civil, donde elogia la firmeza del miliciano (El hombre del momento), se queja de la poca ayuda internacional que recibe la república española (Madrid y sus enemigos) o llora por la iniquidad de los bombardeos (El avión nocturno); textos de graciosa musicalidad, que podrían aparecer en cualquier antología destinada a niños (Canción de muchacha); o pequeñas composiciones donde se consigue un ritmo alígero y donde la sensualidad y la sonrisa se rozan («A la cavidad de mis manos / se ajustan tus senos; / medida exacta, / según los griegos»).
Pero hay muchas más cosas interesantes en esta selección de versos. Hay, por ejemplo, poemas donde el escritor extrae de un episodio cultural arrasadoras conclusiones, quizá no visibles a primera vista («Al tercer hombre, Abel, lo mató ya el segundo. / Cada tres hombres, un criminal y una víctima. / Ésta será la ley del mundo»); hay otros donde pone de manifiesto la triste lucidez atemporal de las personas más inteligentes («Hay un cartucho de nociones raquíticas / para cada generación»); y otros, en fin, en los que diseña metáforas muy sólidas («Alegría y dolor, atletas enemigos», indica en la página 114). No obstante, también se pueden detectar en sus líneas algunas chanzas juguetonas o malévolas, casi invisibles, como ocurre en el poema Unidad en lo gris, donde imaginamos a Moreno Villa sonriendo mientras hace rimar «académicos» con «esquizofrénicos». ¿Todo es aprovechable y valioso en los versos de Moreno Villa? Desde luego que no. Afirmar lo contrario sería un sinsentido y una falacia. La historia de la literatura, que puede incorporar ocasionales mimbres de arbitrariedad pero que se construye sobre cimientos razonables, lo desplazó con justicia al segundo escalón del 27, junto a Prados, Garfias o Altolaguirre. Pero aun así ostenta brillos que no merecen ni nuestro desdén ni nuestra amnesia. Muchos poemas de Bécquer, Antonio Machado o Rafael Alberti podrían ser olvidados sin grave perjuicio para la cultura española (por más que algunos talibanes de la lírica —que los hay— se rasguen las vestiduras o se mesen los cabellos ante mi afirmación) y muchos poemas de Moreno Villa sobrevivirían en una criba imparcial. Leamos, pues, esta antología de un modo honesto y desprejuiciado, para situar al vate malagueño en el lugar justo que le corresponde: en el olimpo de los poetas medianos pero dignos.