Durante el mes de agosto, todos los miércoles, actúan grupos de jazz en el parque de mi barrio. El miércoles pasado amenazaba lluvia. Pensé que se suspendería el concierto y salimos a dar una vuelta y tomar algo, bajo el toldo de un bar, cuando caían las primeras gotas.
Después pasamos por el parque y, para mi sorpresa, ahí estaban los músicos interpretando una de sus piezas bajo una lluvia que arreciaba por momentos. Había bastante público, dadas las circunstancias. Pero algunos se iban levantando y se marchaban, otros, más previsores, abrían sus paraguas, y aun otros, aguantaban estoicos bajo la lluvia (como yo, que no soy nada previsora).
Los músicos no querían suspender su actuación, la gente no quería marcharse, así que ahí seguimos todos, confiando en que la cosa (del agua) no fuese a más.
Mi mente echó a volar e imaginé que empezaba a chaparrear con fuerza y todo el mundo huía para protegerse mientras la banda seguía allí, aguantando bajo la lluvia como la orquesta del Titanic, que no dejó de tocar en tanto los pasajeros se ponían a salvo.
Aquella situación me recordó una escena de Nunca fuimos a Katmandú en la que Laura rememora un viaje a Venecia con Javier, cuando un aguacero de verano los sorprende en la Plaza de San Marcos y asisten al insólito espectáculo de la plaza vacía mientras las palomas levantan el vuelo y una orquesta sigue tocando una pieza clásica bajo los soportales...
Debo confesar que esa escena es real. La viví en mi primer viaje a Italia hace ya muchos años, y cada vez que la recuerdo me estremezco, por eso la incluí en la novela.
Al final, en el parque de mi barrio, la lluvia se rindió y nos permitió disfrutar de un magnífico concierto. Y casi me dio pena, porque lo cierto es que la música y la lluvia unidas tienen una magia especial.