Capitulo 5
JUEGOS PERIÓDICOS ANUALES
Coincidencias en la geografía. Los cromos: lo tengo, no lo tengo. Los gusanos de seda. Las chapas de botellas. Los juegos comunes. Cuchillo-tijera-ojo de buey. Luz. Mula. Las canicas. Las peonzas.
Hay que hacer una distinción entre los juegos y juguetes artesanales que frecuentemente nos acompañaban y otros que se nos presentaban todos los años, sin saber el motivo, en ciertos meses y que constituían una novedad en la rutina de nuestros entretenimientos. Aunque estos recuerdos están localizados en nuestra querida ciudad de Oviedo, he de manifestar una coincidencia del tipo de estos juegos periódicos tanto en el resto de Asturias como en diversas partes de la geografía española, tal como he comprobado al evocar esta peculiaridad de ciclos anuales con amigos de Salamanca, Valladolid, Madrid y Málaga, es decir en una distancia del Norte a Sur, en los que muchos de los juegos que ahora vamos a recordar, también fueron comunes a otros niños de lugares lejanos y casi en la misma etapa de anualidad. Es una coincidencia muy extraña, tal vez telepática, pues en aquellos años la movilidad era nula, permanecíamos anclados en el mismo lugar, y no digamos nada sobre posibles comunicaciones orales pues las conversaciones telefónicas brillaban por su ausencia. Al igual que los juegos ya relatados, también los de este capítulo se realizaban en plena calle, donde acudíamos los niños y niñas en busca de compañía y amistad, utilizando muchas veces juegos muy compartidos, lo que influyó muy de veras en nuestra educación de adultos ya que el juego individual era prácticamente inexistente, tal como comprobaremos en las siguientes páginas.
Los cromos: lo tengo, no lo tengo
Las colecciones de cromos eran muy frecuentes, basadas casi siempre en dos motivos: fútbol y películas de cine. Los cromos se adquirían en las tiendas especializadas y había automáticamente una valoración de los números escasos. Lógicamente el editor procuraba que algunos cromos fuesen difíciles de encontrar y de este modo la venta se disparaba ya que se compraban muchos sobres con la ilusión de obtener los números en blanco del álbum para completar éste. Había trueques en sencillo, es decir, cromo por cromo, pero si era uno difícil había que pagar entre 20 y 30 cromos diferentes. Éste era un trato tácito, nadie se creía engañado por el cambio pues en cualquier zona de la ciudad y en todos los colegios el valor de los cromos escasos era indefectiblemente el mismo. Ante la imposibilidad de obtener los cromos que escaseaban, se podía recurrir a la propia editorial, enviando el precio que ésta fijaba en sellos de correos y de esta manera nuestra anhelada colección podía completarse.
Había cromos de gran calidad, colorido y temática a base de fútbol, animales, aviones, etc. Otros con las películas de Walt Disney y otras menos infantiles, en especial “Robin de los bosques” “Policía montada del Canadá” “Mujercitas” “El doctor Satán” y “El Halcón y la Flecha”. Ésta última en blanco y negro. Incluso los mayores tenían la misma inquietud, con los álbumes tan conocidos de “Las bellezas de Asturias” y “Las bellezas de Galicia”, que se obtenían por la compra realizada en comercios de tejidos y zapaterías. Estaban hechos a base de fotografías en blanco y negro, de diferentes tamaños y engomadas para facilitar su colocación.
Había también otros cromos, éstos troquelados y que se vendían en láminas, con los cuales se jugaba entre varios niños, poniendo cada uno un cromo boca abajo y comenzando el juego a voltear alguno de ellos con golpes de mano ahuecada, apropiándose cada jugador de los que podía voltear y cuando se acababa el montoncito se volvía a poner otro cromo por participante, con lo cual alguno se quedaba sin sus cromos y procuraba ser más diestro en la próxima ocasión.
Los gusanos de seda
Lógicamente estos simpáticos gusanos estaban obligados a pertenecer a estos juegos periódicos debido a su ciclo vital.
Allá por la primavera estallaban los huevecillos guardados celosamente desde el año anterior y nacían unos minúsculos seres de unos 3 a5 milímetrosde longitud y que constituían un verdadero acontecimiento para todos nosotros. La principal y más ardua tarea que nos caía encima era procurarles el adecuado alimento y esto era bastante complicado ya que el árbol de la morera era escaso en nuestra ciudad. Todos conocíamos dónde había alguno de estos pocos ejemplares y lógicamente si casi todos acudíamos al mismo árbol, que generalmente no era de gran tamaño, éste se quedaba pelado de hojas al poco tiempo, ya que incluso le cogíamos los brotes pequeños. Total que había un mercado de hojas por parte de los conocedores de buenos sitios y en ello teníamos que volcarnos los demás. También había otro mercado casero, éste de gusanos ya criados y cuyo precio oscilaba de 10 céntimos (una perrona) a 25 céntimos (un real) y tenías así un surtido entre tamaño y raza pues había gusanos blancos completos y otros blancos rayados, siendo estos últimos muy apreciados. Aparte de la raza, el tamaño era el más valorado, ya que al adquirir un gusano grande, de unos 5 centímetros y con la parte de las patas amarillenta, garantizaba la próxima posesión de un capullo, amarillo o blanco, del cual saldría la mariposa.
La cría continua, sin este atajo vital, implicaba la ya citada escasez del alimento específico lo que nos obligaba en muchas ocasiones a sustituir la morera por otras hojas, tal como lechuga. Esta alteración alimenticia les producía a los pobres gusanos la aparición de un color oscuro, acompañado de una diarrea que muchas veces producía la muerte de toda la colonia y solo alguno de los más grandes hacía presuroso un débil capullo, futuro ataúd de la pobre crisálida. Pese a estas dificultades, cuando lográbamos obtener un ciclo adecuado, con buena alimentación, era muy agradable destapar la caja todos los días hasta encontrar de pronto alguno de ellos haciendo el capullo. Tras esta espera venía otra, la de la aparición de las mariposas y que en ellas hubiese machos y hembras, éstas de mayor tamaño. Cuando observábamos el apareamiento ya sabíamos que tendríamos el premio de los huevos, que recién puestos eran abultados y de color amarillo, transformándose en gris azulado y aplanados a los pocos días de su puesta.
Venía a continuación la delicada tarea de guardar la cosecha de huevecitos hasta el año siguiente, con un doble peligro, por una parte olvidar dónde los habíamos guardado y por otra que nos dejásemos llevar por nuestro instinto destructivo y los estallásemos uno a uno, tal vez como experimentación científica.
Las chapas de botellas
Una buena colección de chapas significaba poseer los materiales necesarios para lograr dos buenos entretenimientos: carreras ciclistas y partidos de fútbol. La calidad de ellas dependía del envase de su procedencia y en el primer lugar de aceptación eran las escasas que tapaban los botellines de vermut Martini Rossi y Cinzano, ya que por entonces estas chapas tenían troqueladas estas marcas en su base, por cuyo motivo poseían unas propiedades de adherencia idóneas para los juegos en que iban a ser empleadas.
Las carreras ciclistas constituían un juego apasionante. Su comienzo era simultáneo a la aparición de una colección de cromos que aparecían invariables a través de los años, en los que venían los retratos de los ciclistas más famosos en un círculo de su parte central enmarcado por las cubiertas cruzadas de una rueda de bicicleta y el correspondiente nombre en su parte inferior: Fermín Trueba, Manuel Cañardo, Dalmacio Langarica, Julián Berrendero, Delio Rodríguez, Gino Bartali... hasta un total de 48 corredores, por lo cual el álbum era fácil de completar. Aprovechando esta colección recortábamos las fotos y se fabricaban los ciclistas. El montaje era artesanal y en la mayoría de los casos una verdadera obra de arte. Para ello se sacaba la pieza interior de corcho de la chapa y se ponía la foto del ciclista, que era del mismo diámetro de la chapa, en el interior de ésta, después se recortaba hábilmente un cristal con un artilugio a base de un alambre doblado y con una parte libre en la que se metía el cristal y se comenzaba a partir aristas hasta lograr un círculo completo. Se colocaba el disco de cristal sobre la cara del ciclista y ahuecando la parte del centro de la pieza de corcho se introducía ésta en la chapa, de modo que servía de soporte y embellecedor del conjunto. Si había suerte y teníamos masilla de cristalero, el borde se rellenaba con ella, de tal modo que la calidad de la chapa-ciclista era mejor. Incluso se podía mejorar aún más con una anilla de latón en la parte cental de dicha masilla.
La carrera se hacía a base de pintar con tiza blanca en las aceras una carretera, con curvas, obstáculos y pinchazos, siendo penalizado el corredor que caía en alguno de ellos con pérdida de tiradas sin jugar. El movimiento de la chapa se hacía con un golpe del dedo índice presionado sobre el pulgar y abierto bruscamente. Solamente servía la tirada en la que la chapa quedaba en el interior de la pista y sin salir de ésta durante su movimiento.
En cuanto a los partidos de fútbol, la preparación de la chapa difería ya que se jugaba con ésta invertida, con la base hacia arriba y en la cual se pegaba la foto del futbolista. El juego tenía sus normas de obligado cumplimiento y el balón solía ser una bola pequeña de piedra, “china” se llamaba. En este caso el juego solía realizarse en la parte arenosa de la calle. Como mejora de los jugadores se utilizaban también botones grandes, lo que suponía más calidad en la presentación de los futbolistas. Hay que destacar que no era corriente disponer de los cromos de jugadores de fútbol con tanta facilidad como los de ciclistas.
Los juegos comunes
Había en la época de primavera-verano una serie de juegos en los que la mezcla de niños y niñas era más frecuente y se producían con mucha ingenuidad, sin malicia, pero con la excitación típica que siempre se ocasiona ante un ligero roce o las miradas tiernas. Uno de los más típicos, copiado de los mayores, era el de las prendas. En él cada uno de los participantes daba un objeto personal al encargado de organizar el juego, “la madre”, comenzando ésta por indicar inicialmente la tarea a desarrollar por el poseedor de la prenda que se iba a sacar. El seleccionado cumplía su obligación, que muchas veces era una canción o elegir novia, etc. Así continuaba hasta finalizar la extracción de todos los objetos.
En otro juego los niños y niñas se sentaban en el suelo y tras un sorteo se elegía al llamado “conejo”. Éste se alejaba del círculo y el resto de los niños entonaba una canción que decía: “el conejo no está aquí / se ha marchado esta mañana / por la tarde ha de venir, / ¡ ay ! Aquí está, / haciendo reverencias (en este momento aparecía el alejado) / tú besarás a quién te guste más” (era el momento álgido del juego pues aquí se descubrían los amores secretos). A continuación se repetía varias veces más, al final con gran jolgorio pues lógicamente había muchas coincidencias en los niños y niñas elegidos por cada “conejo”.
Otro juego común era “El rescate”, que también se conocía por el raro sinónimo de “Pío Campo”. En éste se repartían los participantes en dos grupos y la competencia consistía en atrapar prisioneros, que se colocaban en fila india y cogidos de la mano esperando el posible rescate, en la zona perteneciente a cada respectivo bando. Si había rescate éste únicamente se lograba cuando un corredor evitaba ser atrapado por sus enemigos y al llegar a la zona de los prisioneros golpeaba la palma extendida del primero de la fila, lo que producía la fuga alocada de todos los prisioneros. Al final ganaba el equipo que había apresado a todos los miembros del rival. Para los niños era un juego muy buscado pues al apresar a las niñas, siempre había casi un abrazo y lógicamente éste era muy bien recibido.
El juego de “Justicias y Ladrones” consistía en repartirse en dos bandos iguales. Los denominados ladrones se escondían y los policías salían de su zona o cuartel en la búsqueda de los escondidos. Al encontrarse uno u otro, el que lo prefería daba el “alto” y el otro se quedaba quieto mientras el descubridor contaba 12 pasos en dirección al presunto prisionero. Había que tener una doble habilidad, una para no dar el “alto” demasiado pronto y la otra en tener la agilidad necesaria para que los pasos fuesen grandes y esquivasen obstáculos. En el caso de que con los doce pasos reglamentarios no te acercaras a tocar con la mano al contrincante, éste te daba a su vez el “alto” y lógicamente te hacía prisionero. En este juego, al igual que en el anterior, ganaba el grupo que hacía más prisioneros.
El “bote” y el “escondite” eran similares en su fundamento. Se echaba a suertes para elegir el que se “quedaba” y una vez logrado éste, con un bote de conservas vacío contaba hasta 20 golpes en el suelo y mientras tanto todos los jugadores corrían presurosos a esconderse, tanto en portales como muros y ruinas de casas. Comenzaba la búsqueda de los escondidos y al toparse con uno, se iniciaba una loca carrera hasta donde estaba colocado el “bote”, ganando el que llegaba antes y le daba una patada. El primero en ser encontrado y privado de alcanzar el “bote” tenía la penalización de ser el próximo “quedado” y había de esperar la continuación del juego por si alguno que le libraba llegando primero al bote y haciendo así repetir de nuevo al “quedado”.
En el caso del “escondite”, la variación era que el “quedado” contaba hasta 20 en voz alta con los ojos cerrados y mirando a una pared, que era el lugar en el que se producía después la misma circunstancia de atrapamiento o liberación como en el caso del “bote”. La única diferencia era que la liberación se producía en lugar de la patada al “bote”, en decir en voz alta en el lugar del “quedado”: “una dos y tres por mis compañeros”.
Había en los dos juegos el honor de ser el que vencía al “quedado” y según estos transcurrían, los gritos de ánimo y ayuda emitidos por los “encontrados” eran el acicate para los que aún estaban escondidos.
Cuchillo-tijera-ojo de buey
Se seleccionaban dos grupos por sorteo, no más de 6 jugadores por cada bando y se sorteaba quién se “quedaba” con la prueba de ir colocando pie sobre pie alternativamente hasta que al final el que pisaba el pie al contrario era el ganador. El grupo de los perdedores se colocaba formando una cadena de modo que el primero apoyaba su cabeza sobre las piernas del director del juego o “madre” con la cintura doblada en ángulo, el segundo metía su cabeza entre las piernas del primero y también con doblez de cintura y así sucesivamente hasta completar todo el grupo de “quedados”. El bando contrario iba saltando, de uno en uno, sobre la cadena de los agachados. Al ir aumentando el número de saltadores solía ocurrir que todo el peso fuese soportado únicamente por un par de los agachados, lo que motivaba la caída colectiva al suelo en una maraña de niños, por lo cual se repetía nuevamente el juego con los mismos “quedados”.
Si la cosa no fallaba por el hundimiento, uno de los subidos gritaba “cuchillo, tijera, ojo de buey”, haciendo una señal elegida; dedo índice estirado, dos dedos en uve, cero con dos dedos en círculo respectivamente. La “madre” era testigo de lo señalado y el primero de la cadena tenía que acertar la señal, en cuyo caso “quedaba” el otro bando y si no lo hacía volvía a repetir el ya “quedado”. Este juego era un verdadero espectáculo cuando el número de participantes era grande y en la última fase entre el peso ejercido sobre unos pocos o el amontonamiento de los montados solía producirse la citada caída colectiva.
Pese a ello no se produjeron desgracias notables con aquellas caídas tan espectaculares.
Luz
Este juego se realizaba en época diferente a los demás coincidiendo generalmente con los recreos del colegio. También había una selección previa en dos bandos y sorteo para ver quien se “quedaba”. Los “quedados” se ponían todos, menos uno que vigilaba, cogidos por los hombros y en círculo cerrado. El bando contrario atacaba y tenía que montar completo sobre los “quedados”, sorteando al vigilante pues si éste cogía a alguno antes de montarse, ganaba el juego y se cambiaban los bandos. Durante la carrera del vigilante el corro quedaba libre, por lo cual los no perseguidos hacían “el abuso”, es decir, montaban y desmontaban repetidamente. El perseguido solía montar de un modo precipitado, por lo cual iba resbalando poco a poco hacia el suelo y era el momento en que el vigilante le cogía por un brazo o por la misma ropa, al tiempo que repetía “luz, luz, luz” hasta que éste tocaba el suelo y con ello perdía el juego. Lógicamente si el vigilante atrapaba al perseguido antes de montarse, al grito de “luz” el juego concluía también con la consiguiente pérdida. El perder de una u otra manera significaba hacer el corro y recibir el ataque.
Mula
Solía ser el juego de calle y con el buen tiempo. Consistía en que, previo sorteo, un participante se “quedaba” y los demás iban saltando sobre él, situado en flexión sobre la cintura, espalda horizontal y cabeza inclinada hacia el suelo. Comenzaba entonces el juego que consistía en ir participando los jugadores, por riguroso turno, sobre el “quedado”. Al saltar el primero pronunciaba una frase, prevista en el juego, y el correspondiente movimiento simultáneo al salto. El número de saltos llegaba a 20 o más pero se suspendía si a lo largo de la serie alguno de los jugadores se equivocaba o fallaba en el movimiento del salto y éste era el nuevo “quedado”.
Como ejemplo de esta cadencia podemos recordar: “a la una pica la mula” y durante el salto se pegaba un pequeño golpe con el talón del pie sobre el trasero del “quedado”; “a las dos la gran coz”; y aquí el golpe similar al anterior debía ser muy fuerte, “a las tres, tres saltitos me daré Juan Perico y Andrés”; y se daban tres saltos antes del definitivo sobre el “quedado”; “a las cuatro brinco y salto” y se daba un brinco y se saltaba después; “a las cinco salto y brinco” y se brincaba después del salto sobre el “quedado”; “a las seis iré, iré, iré” y te marchabas después del salto dando saltitos a la pata coja y todos lo hacían siguiendo el camino emprendido por el primer saltador, siendo en este número por su duración donde se producían los más numerosos fallos, perdiendo el que primero daba un traspiés o apoyaba ambas piernas.
Se continuaba así hasta finalizar el ciclo previsto y recomenzar con otro “quedado”.
Las canicas
Tenían una variedad de clases, dependientes de los materiales de su construcción. En la parte más baja estaban los más clásicos y abundantes, que se denominaban “banzones” y eran los fabricados de barro cocido y pintados de diferentes colores individuales. Como esta pintura era de muy baja calidad, el banzón envejecía pronto y perdía su color original y se quedaba de color barro, lo que era motivo para que algún espabilado hiciese a mano, con barro, sus propios banzones y tras dejarlos secar al sol o en el horno de la cocina de su casa, incorporaba su material falsificado en el torrente circulatorio de estos banzones.
A continuación estaban “las chinas”, que eran canicas hechas de piedra y de tamaños variados, siendo el mayor igual al de los “banzones”. Estos diferentes tamaños influían en su valor de cambio ya que la unidad era un “banzón” y de ahí se derivaba que una “china” corriente valía 10 “banzones”, mientras que su valor se disparaba en los tamaños más pequeños.
En la clase más elevada estaban los “mejicanos”, que eran de cristal con unos dibujos interiores de fuertes y variados colores. Lógicamente su cambio por chinas y banzones era muy elevado.
Los diferentes juegos que se realizaban con estas canicas solían iniciarse durante el mes de octubre. Uno de ellos era el “guá”, consistente en un pequeño hoyo redondo y generalmente dos jugadores. Cada jugador podía elegir el tipo de canica a emplear. El movimiento de la “canica” era producido por una flexión de dos o tres dedos que colocaban la bola de tal modo que al soltar el dedo adecuado, ésta salía disparada y bien orientada. Para completar esta posición de disparo había dos alternativas, llamadas “guilga cerrada” y “guilga abierta”. La cerrada consistía en que desde la posición de tiro se colocaba el dedo meñique de la mano izquierda y el pulgar sobre la muñeca de la mano derecha, limitando así la distancia, mientras que en la larga el meñique de la mano izquierda era el principio y con los dos brazos estirados, era el final la parte de la mano derecha que “disparaba” la canica. Una vez puestos de acuerdo los jugadores sobre el tipo de “guilga”, comenzaba el juego. El primer jugador tiraba su canica, generalmente de piedra, lejos del “guá”, a un máximo aproximado de 2 a 3 metros. El segundo jugador procuraba golpear la canica del contrario y en ese caso volvía a tirarla para alcanzar el “guá”, pero si fallaba y el contrario acertaba a darle a su canica y retornaba al “guá” éste era el perdedor, que pagaba con un banzón. El juego transcurría lento y era muy entretenido. Si uno de los jugadores perdía sus banzones, comenzaba la cuenta a crédito y si se alcanzaba la equivalencia de la “china”, también ésta pasaba a poder del ganador.
Cuando había varios jugadores el juego se ampliaba con “la raya” y “el triángulo”. En el primero se trazaba una línea recta ligeramente profunda y cada jugador ponía un banzón sobre ella. Después cada uno y previo sorteo, tiraba su canica desde una distancia determinada y comenzaba el juego en orden de aproximación a dicha raya. Con la guilga acordada se procuraba golpear y sacar a cada banzón de la raya y mientras acertases seguías la tirada, ganando todos los banzones liberados. Durante este turno también podías golpear la canica de alguno de los participantes y alejarlo para que tuviese dificultad cuando le llegase su turno. Si el golpe era próximo y fuerte se conocía por “ñosclo” y llegaba incluso a producir la fragmentación de la canica golpeada. Si al operar te caía tu canica dentro de la raya estabas “quemado” y te quedabas allí sin tirar hasta que alguno te liberara con otro golpe, en cuyo caso pagabas un banzón. A continuación iban tirando el resto de jugadores en el orden establecido, mientras hubiese banzones o “quemados” dentro de la raya y finalizada esta etapa se reiniciaba con iguales características.
El “triángulo” tenía normas similares y variaba respecto a la figura geométrica ya que tanto las líneas que lo formaban como el área interior eran zona de “quemado”. Aquí se permitía mayor número de participantes pues que la zona de puesta de los banzones era mayor e incluso se podían situar en el interior del triángulo y a lo largo de los lados.
Otra aplicación de las canicas era jugar al fútbol, lo que implicaba tener once banzones del mismo color para cada equipo y una “china” pequeña para hacer de balón. Con el campo de fútbol pintado y haciendo tiradas consecutivas se hacían verdaderos campeonatos futbolísticos, acompañados incluso de espectadores. Lógicamente la pista del campo debía rotularse sobre una superficie arenosa.
Las peonzas
Las peonzas (trompos) eran también protagonistas de estos juegos periódicos. Las mejores tenían en su punta el ferrón de lanza y rosca, hechos en los talleres de la Fábrica de Armas o en el del padre de algún niño, que luego el afortunado poseedor presumía de la importancia de su peonza modificada por aquel artilugio destructivo. Éstas eran muy temidas por el resto de los jugadores pues partían fácilmente a las demás, al ser golpeadas durante el juego con un ferrón tan certero, fuerte y punzante. Los más habilidosos implementaban la fortaleza de su peonza con un refuerzo a base de chinchetas o chapas metálicas, que se incrustaban en la parte alta, previo capado de la misma, es decir, eliminando el pequeño cilindro ornamental que ésta tenía en la parte superior. Se complementaba la calidad de este artilugio casi bélico con una buena cuerda, `provista de una moneda de 25 cts (“un real”) al final de dicha cuerda, sujeta entre dos nudos, que favorecía así el agarre entre dos dedos y producía una mayor fuerza en el desprendimiento de la peonza.
El juego consistía en hacer rodar la peonza, cogerla con la mano durante su giro y hacer alguna prueba de habilidad con ella, previamente acordada entre los participantes del juego. Los que fallaban en el intento debían de dejar su peonza dentro de un círculo, sobre las cuales tiraban los demás jugadores las suyas con ánimo de golpearlas. Lógicamente aquí era el protagonismo de las peonzas modificadas que rompían en dos a cualquiera de las que esperaban en el círculo, con gran disgusto del respectivo propietario.
Canciones a coro
Como otro entretenimiento, éste nocturno, había también un repertorio de canciones que se acompañaban con inocentes actividades de muecas, ademanes, saltos, etc y entre los cuales podemos recordar las letras olvidadas en el tiempo, tales como “Dónde va la cojita miru, miru, miruflá”, “voy a casa de mi abuela, miru, miru, miruflá”; “El colegio Auseva es un colegio famoso donde suelen ir los niños a aprender a hacer el oso” “Salen los niños chumbalabalabero” Salen las niñas chumbalabarabá”, “haciendo de este modo chumbalabalabero”, “haciendo de este modo chgumbalabarabá”; “Pelona sin pelo”, “cuatro pelos que tenías los vendiste de estraperlo”, “pelona sin pelo”.
Lógicamente había muchas más canciones que al ser muy tradicionales se han mantenido hasta los tiempos actuales, por lo cual al no estar olvidadas no se tienen aquí en cuenta.