CÓMO VAMOS A FINGIR QUE NO HA CAMBIADO NADA (III)
(…sigue de aquí)
Dejadme que ahora dé un pequeño salto en el tiempo, y os hable de algo que ocurrió poco después, valiéndome de una imagen que, por algún motivo que desconozco, se quedó grabada en su cabeza: los carteles de “Gran Fuerza”, de un blanco resplandeciente, multiplicándose sobre las sucias paredes del viejo mercado de San Martín para anunciar la correspondiente parada de la gira de Astrud, a su paso por San Sebastián. La ciudad donostiarra no sólo le había brindado la primera oportunidad laboral seria de su vida, sino que se había desplegado ante él como un destino tan generoso en evocaciones, como promesas de placeres futuros: asistir a conciertos formaba, sin lugar a dudas, una parte importante dentro de los últimos… Nada demasiado sorprendente, en realidad, para cualquier persona cuya educación sentimental haya estado indisolublemente ligada a la música pop: pareciera que la gama de azules que destellaba en la bahía de La Concha al llegar el verano fuera la misma que teñía la portada del disco de Family, y cuanto más paseaba por esas calles del área romántica del centro, más le parecía que la piedra agrisada de los edificios explicaba la apacible saudade de Le Mans. ¿No estaban también las mañanas de sirimiri detrás de tantos acordes menores, de los hermosos gestos sencillos, de los estribillos pequeños?
A veces me pongo a darle vueltas a aquel período, como si necesitara dilucidar qué parte de todo aquello acabó resultando decisiva en este momento. Dando por cierto que existen unos hechos, unos lugares, unas personas que resultan más importantes que otros a la hora de definirnos ¿Cómo pueden ser identificados? ¿Qué lugar ocupan ahora en nuestras vidas? ¿Qué ha quedado de todo aquello? Trato de recomponer la imagen que tengo de aquel chico, plantado de pronto en una ciudad extraña en plena transición al mundo adulto, y no puedo evitar pensar que pese a sus aparentes habilidades sociales, era una persona de costumbres ciertamente solitarias: alguien que no le conociera demasiado hubiera diagnosticado que, tal y como había ocurrido con todas aquellas canciones pop que tanto amaba, la espuma del cantábrico también había acabado por hacer mella en él. Yo en cambio tengo la seguridad de que, en el fondo, siempre fue así: una de esas personas a las que pensar en el pasado les dejaba siempre un poco raras, casi tristes; la nostalgia (“Recuerda cuando las cosas eran raras y bonitas / y daban miedo y daban risa de tan por estrenar que parecían / Y no podíamos esperar a que empezaran a pasar / Y era tan sólo cuestión de tiempo que nos desbordaran los acontecimientos”) es un espejo curvo en el que todo acaba siendo magnificado, y definitivamente -que no pudiera evitarlo no significaba que no fuera plenamente consciente de ello- no se le daba muy bien lo de dar esquinazo a la melancolía.
Tampoco tengo nada que reprocharle, porque, al menos en ciertos aspectos, somos bastante parecidos. Casi todo el mundo, tarde o temprano, se ve en la tesitura de elegir, y tanto él entonces, como yo ahora, afrontamos las renuncias que se derivan de nuestras decisiones. Para la mayoría de las personas, se trata de elecciones como Club Atlético Osasuna o Real Sociedad, cuestiones que al ser resueltas les acercan a un montón de gente como ellos, y por las que a la vez se establece un límite invisible respecto a los otros. Con la música, sin embargo, no sucedió exactamente así: todos esos discos que nadie de su entorno conocía y todos aquellos nombres escritos con letra diminuta en los márgenes de las crónicas eran los ladrillos magníficos de un monumento que para él tenía un carácter casi sagrado, pero que en su perímetro cerrado (y a falta de alguien con quien compartirlo) no hacía sino aislarle respecto a todos los demás. Paradójicamente, sentía que aquellas canciones le ayudaban a comprenderse a sí mismo, a entender a los demás de un modo que la sociología o la psicología no habían logrado, y en su ánimo de no perder el contacto con el mundo aún se obligaba a vestirse, de vez en cuando, con el necesario traje de la normalidad. Como si todas esas horas con los auriculares puestos en casa, todos esos minutos intensísimos en los que sus dedos revoloteaban sobre las polvorientas cubiertas, formaran parte de una identidad secreta y solitaria que uno debía abandonar al encontrarse con La Gente Del Mundo Real. Como si uno realmente hubiera podido elegir amar -o no- esas canciones, y no hubiera sido, en realidad, elegido por ellas, tocado por ellas, hundido por ellas…
-¿De dónde sacas esos grupos?… Yo creo que te los inventas.
Sonrisa.
Algunas imágenes y recuerdos han acabado cobrando un especial relieve, como si por sí mismos fueran capaces de resumir cinco años con una convicción que no poseen los hechos supuestamente relevantes: las varillas de algunos paraguas rotos, asomando desde las bocas circulares de las papeleras; la reverente inseguridad con que se acercaba a los expositores y mostradores de las tiendas de discos, la satisfacción con que se unía a las largas colas a la entrada de los cines o las barras de los bares sobre las que trasegaban exquisitos vinos, pinchos y bocadillos; el disimulado exilio al que se veía condenado cuando llegaba esa fiesta –la dichosa tamborrada- que siempre le hacía sentir extranjero, y la euforia con que se entregaba a aquella otra celebración –Santo Tomás- que le hacía sentir como en casa. Los primeros rayos de sol en verano, acariciando los admirables hombros desnudos de chicas guapísimas que surgían de pronto por todas partes, como si hubieran permanecido ocultas en Dios sabe dónde durante el resto del año, la grata elegancia de aquellas señoras impecablemente vestidas (¡para cosas tan mundanas como bajar la basura o sacar al pasear al perro!), la efigie marmórea de los surfistas (los trajes de neopreno a medio quitar) caminando descalzos sobre las aceras. Nada era nunca demasiado bello, casi todo era demasiado caro, todo lo que le gustaba acababa, de una forma u otra, pareciendo nuevo. Y una vez más: como si tratara de una fotografía que ha sido tomada durante un largo período de exposición, las figuras emborronadas de algunas de las personas con las que trató durante aquellos años, convertidas en transeúntes de su memoria sin llegar a ofrecer una imagen clara, y el fondo nítido de aquellos muros roñosos del antiguo mercado –pasaba varias veces a diario por ahí: de casa al trabajo, del trabajo a casa- anidado en su cabeza con una sorprendente precisión. Sobre ellos, el blanco permanente de aquellos carteles, repitiendo un anuncio rescatado de forma misteriosa de entre todos los restos de escenas vividas y los nombres olvidados: Astrud. Gran Fuerza.
(continuará…)
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