Revista Cine

La nostalgia es un arma cálida: Super 8. El modelo Amblin para el nuevo y el viejo público.

Publicado el 10 enero 2013 por Esbilla

Publica originalmente en Ultramundo:
http://cineultramundo.blogspot.com.es/2012/12/critica-de-super-8-jj-abrams-steven.html

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¿Qué ocurre cuando la obra y el espectador no hablan el mismo idioma? Pues un cortocircuito en la comunicación, la imposibilidad del entendimiento.

“Super 8” habla un idioma que yo no entiendo más que a medias. Es una lengua nostálgica para un espectador nostálgico. Pero yo, que también soy espectador, no tengo nostalgia de lo mismo que “Super 8”. Nunca me han dicho nada “Los Goonies” (The Goonies, Richard Donner, 1985), como no me lo decían tampoco Los Cinco o Los Hollister, que eran la versión repipi de los años 50 del universo Amblin. Libros de misterios y aventuras juveniles ejemplares que todavía se leían en la década en la cual yo era un niño, la misma década, los 80, que son el epicentro idealizado de una generación presente de cineastas, espectadores y críticos empeñados en recrear su infancia.

La película de Abrams trata de eso, de recrear un espacio idílico a partir de artefacto de reconstrucción, a medias entre lo decorativo y lo sincero, lo cerebral y lo emotivo para un público cómplice, co-generacional. Para que recuerdes como era aquello y para que lleves ahora a tus hijos al cine y les digas “Mira, así eran las pelis que yo veía. Esto si que era cine y no Transformes” Pero, claro, “Transformes” (id., Michael Bay,  también está hecho para ese mismo espectador que quiere ver a sus personajes de la infancia, y también la gran mayoría de las películas de superhéroes, y “Supersalidos” (Superbad, Greg Mottola, 2007) , la versión lúcida de “Los Albondigas en remojo” (Up the creek, Robert Butler, 1984) o “Porky’s” (id, Bob Clark, 1981) e incluso “Drive” (id., Nicolas Winding Refn, 2011), que es una comedia de Molly Ringwald con

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ultraviolencia distante y música hipnótica.

Así “Super 8” no es la apoteosis de culto ochentero, sino una pieza más, realizada con mayor inteligencia que las cacharradas de Bay pero menos personalidad que la visión europea de Winding Refn, por ejemplo. Con la diferencia que la de Abrams está validad por el sello de Steven Spielberg, lo cual licencia “Super 8” como producto, digamos, oficial. Con la particularidad de que, en una pequeña trampa, Abrams sitúa la acción de su película en 1979, es decir, unos años antes de la marca Amblin, antes de “E.T. El extraterrestre” (E.T. The Extraterrestial, Steven Spielberg, 1982), antes de “Poltergeist” (id, Tobe Hopper, 1982), de la mencionada “Los Goonies” y de “Exploradores” (Explorers, Joe Dante, 1985) o de excedentes como “El vuelo del navegante” (Flight of the Navigator, Randal Kleiser, 1986) o al estupenda versión de Tobe Hopper de “Invasores de Marte” (Invaders from Mars, 1986); pero a la vez después de “Encuentros en la tercera fase” (Close Encounters of

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the Third Kind, Steven Spielberg, 1977) como si en un ejercicio de retrocontinuidad posmoderna, “Super 8” fuese el eslabón entre la obra maestra del 77 y el cine de vallas blancas y épica adolescente de suburbio de los títulos venideros.

Hay una intención palpable de incluir todo, de la comedia a la amargura de la madurez, traumas relacionados con eses aviso perpetuo que es la muerte incluidos, pasando por la ciencia ficción y la aventura. Y para construir este patchwork se toman características, momentos y psicologías de todas las películas mencionadas anteriormente y además se procura recrear el estilo de fotografía, la pausa en el plano y la calma para desarrollar personajes e historia. Todo muy medio para no dejar nada fuera, para que nadie pueda quejarse como “Oye, que me falta esto”. Y además sin la menos vergüenza a la hora de apelar a los sentimientos más directos, con el cine como fuga de la realidad y refugio sentimental o la necesidad de no aferrarse al pasado. Todo ello con golpes directos, hasta bajos, fuera sutilidad. Algo no solo spielbergiano, sino  muy en consonancia con, por ejemplo, Christopher Nolan, un director

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que pasando por cerebral y gélido no le preocupa pulsar las emociones más primitivas y/o folletinescas.

Esto un película de los 80, sí, pero rodada hoy. Por lo cual si uno se fija verá que no está tan lejos de la aparatosidad y el fervor por la destrucción del inefable Michael Bay u otros por el estilo. Abrams incluido, director más aparente que otra cosa, que logra que sus películas parezcan brillantes no a causa del talento, sino de pulirles mucho la superficie. Cine niquelado. Uno en que hasta las marcas de autoría, machaconamente puestas en primer plano son superficiales, desde los travelling circulares durante las conversaciones a esas marca de fábrica que son los haces azulados de luz, llevado aquí a tal punto de ego que cierra el film a modo de firma, y los el destellos en la lente, que una vez hacen gracia, pero por sistema, y sobre todo tan rebuscados y descarados, tocan los cojones.

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Aplicando la ley de la compensación “Super 8” caracteriza muy bien a sus personajes, incluso a los muy episódicos, en cuatro trazos, con sencillez y estira su trama, mínima, buscando esa sensación de que se está tomando tiempo en contar algo que todavía pervivía en el cine USA de los primeros 80. Pero luego se pone a destruir, se pone a explotar. Y entonces hay una contradicción inquietante entre reproducir un tono y un espíritu y exhibir músculo de superproducción siglo XXI, algo que ya pasaba también en un film tan diferente como “Ed Wood” (id., Tim Burton, 1994), pero por otros motivos.

Pero si Abrams se contradice resulta que yo también lo hago. Porque mientras la veía sin acabar de comprender la fascinación por una nostalgia que no siento, a mi lado la estaban disfrutando como si tuviesen doce años otra vez. Entonces es cuando pienso que a lo mejor donde están las cosa mal es en mí y no en la película.

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