En algún momento de su niñez Mateo sintió que no tenía control sobre ningún parámetro que tuviera que ver con lo que le rodeaba y que, por tanto, tampoco podía tenerlo sobre su mundo interior.
De esa realidad a la conclusión de que debía tratar de ejercer control sobre todo, Mateo dio un inmenso salto. Mateo estaba preso de una falsa ilusión de control.
El ser humano debe aceptar de inicio que el mundo implica caos, descontrol e incertidumbre. Y debe aprender a disfrutar y estar tranquilo ante esa realidad. Para ello se impone el desarrollo de una flexibilidad suficiente para adaptarse a los cambios y tolerar ocasionales e inevitables frustraciones.
Mateo, un tanto narcisista además de obsesivo, plantaba cara al mundo y procedía metódicamente en el ámbito académico y laboral, era detallista y prolijo en su discurso, fijado al inmenso océano léxico que habitaba en él era firme y exigente con los demás y con él mismo. Sin apenas pretenderlo, escudriñaba los recuerdos, analizaba situaciones, visualizaba conversaciones y buscaba comprender todo. Mateo vivía como ven en una actitud vital de omnipotencia.
El obsesivo busca estudiar y controlar la vida porque en algún momento de ella se asustó ante el descontrol de su vida interior.
Cree que si controla lo externo podrá automáticamente controlar lo interno. No sabe que esa disociación entre lo interno y lo externo casi no existe; tampoco el dualismo cartesiano entre "cuerpo y alma".
El obsesivo vive en parte aislado afectivamente de las personas que le rodean porque las personas desordenan y conllevan ciertos quebraderos de cabeza para él. Estudia la vida y olvida muchas veces disfrutarla, vivirla.
A su mente, siempre saltando hacia el pasado ganándose la culpa o hacia el futuro buscando miedos, le conviene entrenarse en el saludable arte de detenerse en el aquí y ahora del presente. Es ahí donde aprenderá a no castigarse continuamente y a permitirse ser más feliz.