Revista Deportes
Joaquín VidalEl País, 15 Marzo 1995Feria de FallasNovillos de Juan Pedro DomecqRivera Ordoñez, Javier Rodríguez y José Tomás.
José Tomás le cortó una orejita a la ratita. Lo que no acaba de entenderse es cómo no le cortó las dos orejitas a la ratita. Porque la ratita no era corretona y picaruela, según es habitual en las de su raza, sino cachazuda y modorra. La ratita salió y sólo quería tumbarse allá donde la dejaran tranquila por lo ancho del redondel. Alomejor es que estaba harta de queso. La ratita era coloradita, tenía cuernos la ratita, aunque se discutía si se trataba realmente de cuernos en sentido estricto o de sendos palillos de dientes que había encajado junto a las orejitas, en plan castizo, para cuando lo del queso. Las orejitas no eran peludas. Se les advertía incipiente pelusilla, y basta, pues la ratita debía de ser muy jovencita. La ratita parecía estar en la edad del biberón.El ganadero propietario de la ratita y de lo demás que envió a la famosa feria fallera -Juan Pedro Domecq es su nombre- a estos cándidos animalitos de Dios los llama toros artistas. Los hay exagerados. Lo bueno del ganadero, sin embargo, es su fantasía oriental. Trae en una jaula las ratitas que roen los pastizales de su cortijo andaluz, y dicen que son toros; las ve pegar cabriolas en el redondel, y las eleva a categoría de artistas. Este hombre es capaz de venderles a los empresarios taurinos un ninot de falla y hacerles creer que es el Coloso de Rodas. La ratita pegaba tumbos y José Tomás pegaba pases en justa correspondencia, allegando fijo ademán y académica postura. Raro fue el pase en que no se desplomaba la ratita a los pies del autor; luego los pases acababan como el rosario de la aurora. Lo cual no impidió que la faena concluyera triunfal. Despenada la ratita de certero estoconazo, parte del público se puso a ventear las almohadillas -según estilan los valencianos para pedir orejas- y el presidente concedió el trofeo.El sexto ya daba tipo de novillo, tenía hechuras, fortaleza para soportar dos varas, sacó su pizca de mansedumbre y aspereza, y aunque José Tomás estuvo pegándole pases hasta entrada la noche, ya no pudo allegar ni academicismos ni finuras. Los toros tienen ese inconveniente: que en un momento dado le puede romper a cualquier la sistemática. No obstante, hubo un detalle muy a tener en cuenta: del volapié al cuarto envite, José Tomás salió trompicado con las astas hurgándole la pechera, y al zafarse del derrote, ni se inmutó, ni se miró siquiera los posibles desperfectos. Salvo la lidia de ese sexto ejemplar, no hubo más novillada. Fue la novillada que no existió. Se caían los animalitos de Dios con sólo mirarlos -acaso eran también tímidos-; en lugar de meter la vara carnicera, los siempre feroces individuos del castoreño, ahora enternecidos, le rascaban un poco con la puya; la aguerrida grey banderillero les prendía mimos a los palitroques. Las cuadrillas, bien se vió, estaban transidas de sentimiento ecológico. Los diestros, por el contrario, resultaron ser más duros de corazón y molían las ratitas a derechazos. A veces intercambiaban naturales o manoletinas, quizás porque en la variedad está el gusto. Javier Rodríguez intervino afanoso y bullidor, y a su primera ratita la llegó a ligar una excelente tanda con la izquierda, el Señor le premie por eso. Rivera Ordoñez, en cambio, estuvo mediocre, destemplado y torpón. Mal bagage para quien se encuentra a las puertas de la alternativa. Rivera Ordoñez se despedía de novillero en esta función ratonera, y si careciendo de enemigo sólo exhibió torpeza, destemplanza y mediocridad, lo que vaya a ser capaz de hacerle al toro -al toro-toro, se quiere decir-, es un secreto insondable, una procelosa incógnita.