Revista Arte

La orfandad interconectada de un mundo desvalido tuvo ya su némesis cien años antes.

Por Artepoesia
La orfandad interconectada de un mundo desvalido tuvo ya su némesis cien años antes.
La orfandad interconectada de un mundo desvalido tuvo ya su némesis cien años antes.

Las generaciones humanas sufren su momento, es decir, disponen de las sensaciones que el amor, el dolor, la satisfacción o la pesadumbre del tiempo en que deslumbran instilarán en su alma peregrina. Hay una generación que sufrió especialmente el desvalimiento impreciso del sentido misterioso de una búsqueda inútil. Un poeta perdido entre los siglos, de esa misma generación atribulada, describiría lúcidamente esa sensación ambivalente tan dispersa, tan íntima, tan desconocida, pero histórica e incubadora, que algunos espíritus desenvueltos a veces logran percibir, ávidos, cuando los demás apenas solo verán caer, si acaso, unas hojas marchitas en un suelo resbaladizo por su causa... Fernando Pessoa escribió en su Libro del desasosiego estas expresivas palabras tan universales:  He nacido en un tiempo en que la mayoría de los jóvenes habían perdido la creencia en Dios, por la misma razón que sus mayores la habían tenido: sin saber por qué.... Así, no sabiendo creer en Dios, y no pudiendo creer en una suma de animales (totémicos), me he quedado, como otros de la orilla de las gentes, en esa distancia de todo a que comúnmente se llama la Decadencia.  A quien como yo, así, viviendo no sabe tener vida, ¿qué le queda sino, como a mis pocos pares, la renuncia por modo y la contemplación por destino? No sabiendo lo que es la vida religiosa, ni pudiendo saberlo, porque no se tiene fe con la razón; no pudiendo tener fe en la abstracción del hombre, ni sabiendo siquiera qué hacer de ella ante nosotros, nos quedaba, como motivo de tener alma, la contemplación estética de la vida.    Pertenezco a una generación que ha heredado la incredulidad en la fe cristiana y que ha creado en sí una incredulidad de todas las demás fes. Nuestros padres tenían todavía el impulso creyente, que transferían del cristianismo a otras formas de ilusión. Unos eran entusiastas de la igualdad social, otros eran enamorados sólo de la belleza, otros depositaban fe en la ciencia y en sus provechos, y había otros que, más cristianos todavía, iban a buscar a Oriente y a Occidente otras formas religiosas con que entretener la conciencia, sin ella hueca, de meramente vivir. Todo esto lo perdimos nosotros, de todas estas consolaciones nacimos huérfanos. Cada civilización sigue la línea íntima de una religión que la representa: pasar a otras religiones es perder ésta y, por fin, perderlas todas. Nosotros perdimos ésta, y también las otras. Nos quedamos, pues, cada uno entregado a sí mismo, en la desolación de sentirse vivir. Un barco parece ser un objeto cuyo fin es navegar; pero su fin no es navegar, sino llegar a un puerto. Nosotros nos encontramos navegando, sin la idea del puerto a que deberíamos acogernos. Reproducimos así, en la especie dolorosa, la fórmula dolorosa de los argonautas: navegar es preciso, vivir no lo es. 

Pessoa (1888-1935) nació en esa década imposible de la generación maldita que, desorientada por la bruma inconsiderada de la ofuscación inconsistente de sus ancestros, desarrolló las bases de un nuevo siglo igual de maldito e inconsistente. Como él, otros poetas y artistas también lo hicieron. En este caso, justo en el lugar geográfico europeo opuesto a Pessoa, en Rusia. En 1885 nació el poeta malogrado Viktor Jlébnikov; y en 1881 nacía en Moldavia el pintor Mijail Lariónov. Los poetas son, a diferencia de los pintores, quienes más desangran la verdad de lo que viven, porque la tienen que describir más con tiempo que con espacio, y es el tiempo, justamente, lo que significará más en una generación la forma nítida del desamparo. El poeta ruso Jlébnikov se iniciaría en el Simbolismo, pero pronto conocería a los poetas futuristas y en 1908 publicaría un rupturista texto en prosa. Se uniría así a un grupo de artistas modernistas que, con motivo de una exposición en el año 1910, publicarían un folleto ilustrativo claramente hostil al movimiento simbolista, y que anunciaba ya, de alguna forma, el nacimiento del efímero movimiento futurista ruso. Aficionado el poeta a las matemáticas, estaba convencido de que existían leyes matemáticas que determinaban la historia y el destino de los pueblos. Ofuscado por la derrota rusa ante los japoneses de 1905, necesitaba comprender las razones de ese humillante aplastamiento bélico. En 1912 participó con otros en un manifiesto, Bofetada al gusto del público, en donde incluye su poema El Saltamontes: Alado con letras doradas/ en las venas más finas,/ el saltamontes llenaba/ las costeras con muchas hierbas y fes en la parte posterior de su vientre./ "¡Ping, ping, ping!" - Zinziber se sacudió./ ¡Oh, cisne!/ Ay, enciende./  Composición que constituye un ejemplo modernista de la llamada poesía fonética y del lenguaje trasmental ruso záum. El manifiesto atacaba tanto a la literatura del pasado, invitando a arrojar por la borda del barco de la Modernidad a creadores clásicos rusos de la talla de Pushkin, Dostoyevski o Tolstoi, como del momento presente por entonces, especialmente los simbolistas. Tiempo después, durante la revolución rusa de 1917, el poeta interpretó la misma como un levantamiento del pueblo en venganza por la opresión, y lo consideró un paso en el camino hacia un gobierno mundial. Al año siguiente viajaría por Rusia en plena guerra civil, acabando su vida en 1922 herido de muerte por una gangrena insensible.

El pintor Lariónov (1881-1964) compuso una serie de lienzos inspirado por ese futurismo ruso, imbuido este movimiento artístico de una independencia irrenunciable hacia los valores plásticos en sí mismos. Reclutado en la Primera Guerra mundial, el cruel y desalmado enfrentamiento europeo truncaría su actividad y marcaría parte de su vida artística posterior. Pero en el año 1910, cuatro años antes incluso de esa terrible contienda mundial, pintaría su autorretrato futurista. En él podemos observar, sin analizar profundamente mucho, al pronto, los rasgos confusos, contrapuestos, oscuros, meditabundos, rebeldes, obtusos, dolidos, de una perdida generación... En el año 1689, cuando el mundo parecía que ya recuperaba la calma pacífica, luego de treinta años de una angustia bélica insufrible tiempo antes, esa misma calma que Europa necesitaba para volver a sentir, por ejemplo, que la luz fuera algo más que un mero mecanismo confuso para poder ver un mundo desmembrado y difuso, el pintor holandés Meindert Hobbema (1638-1709) compuso su obra La avenida de Middleharnis. ¿No parece una obra actual o contemporánea de otros momentos históricos más adelantados en el tiempo que aquel barroco tan desubicado entre dos siglos racionalistas? La obra de Hobbema es sorprendentemente exquisita. Qué intemporalidad, qué placidez, qué serenidad, qué sencillez, qué genialidad... Es un mundo que no concilia ni con lo que nos dice Pessoa, ni con lo que los futuristas idearon enfrentando una realidad con otra. Es el año 1689 el momento de esta composición barroca, pero también donde habitaron aquellos ancestros de los ancestros afortunados que Pessoa añoraba en su escrito. ¿Lo fueron? Porque ellos habían sufrido también enfrentamientos, guerras, enfermedades, desolación y muerte. Pero, sin embargo, habían resguardado una cosa: la esperanza. En esta obra de Hobbema se ve por todas partes: en la profundidad con sentido de un paisaje natural y civilizado, en su perspectiva definida y limitada por las trazas de un lienzo preciso, en las nubes no errabundas de un cielo infinito, pero acogedor, en los árboles aislados pero juntos de un sendero seguro, en el orden conjugado con la libertad natural de un lugar armonioso y tranquilo, en la impresión retenida y abierta de un sosiego sin misterios, o de un trascendentalismo tan asequible como el controlado vuelo de unos pájaros apenas aquí ahora visibles en la lejanía. 

(Óleo Autorretrato, 1910, del pintor futurista ruso Mijaíl Lariónov, Colección Larionova-Tomilina, París; Óleo sobre lienzo La avenida de Middleharnis, 1689, del pintor barroco holandés Meindert Hobbema, National Gallery, Londres.)



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