El imperio romano entraría en una profunda crisis social, política y económica durante el siglo III, pero fue con el emperador Diocleciano, que gobernó desde el 284 hasta el 305, cuando las cosas llegaron a exacerbarse en demasía. Las amenazas al imperio provenían tanto del exterior de las fronteras, como del interior de las mismas. Los bárbaros del norte y del este no dejaban de azotar y presionar con sus progresos. Y dentro de las fronteras la permeabilidad hacia otras religiones y costumbres -de pueblos subyugados por Roma- había llevado a hacer saltar por los aires los valores e ideales más clásicos, esos que tanto habrían contribuido a sostener la esencia del imperio. Así que Diocleciano (244-311) tomaría dos grandes decisiones para su principado, una dividir el imperio en cuatro zonas de influencia (Tetrarquías), con ello controlaría mejor -delegaría- las funciones de su gobierno en un imperio tan extenso. La otra será endurecer las medidas de homogenización religiosa, para ello reprimirá duramente los grupos religiosos más contrarios a las formas y tradiciones paganas del imperio.
Porque ya el cristianismo había llegado a todos los niveles sociales y estamentos. Había cristianos en el pueblo más plebeyo y humilde, pero también en la aristocracia patricia y en el ámbito militar. Sebastián de Narbona (256-288) había nacido en la Galia, pero pronto viajaría a Italia para desarrollar su vida como soldado del ejército romano. Tanta fama alcanzaría en su carrera, que el propio emperador le nombraría -desconociendo su fe cristiana- jefe de una cohorte de la guardia pretoriana. Descubierto por otros compañeros, sería denunciado a Diocleciano, quien le llevaría a decidir entre Roma o su fe. Sería martirizado y muerto realmente en las letrinas de Roma, aunque el Arte y el mito lo llevarían mejor a ser asaeteado por flechas lanzadas por sus propios compañeros de cohorte. El emperador, sin embargo, renunciaría a su trono imperial poco tiempo después del martirio de San Sebastián, llegando a ser el único gobernante romano que abdicase de su cargo y acabase retirado en las agrestes colinas de Dalmacia.
La leyenda dorada -aquella que reflejaba la vida de los santos cristianos- habría ideado mejor el fin de Sebastián por multitud de flechas que no le producirían la muerte, luego de ser curado por unas mujeres cristianas y santas -Santa Irene-. La iconografía es muy conocida, un cuerpo desnudo acribillado por flechas en una grandiosa representación apoteósica. Sin embargo, el creador holandés Hendrick Ter Brugghen (1588-1629) compone aquí una imagen diferente. En su San Sebastián curado por Santa Irene de 1625, el pintor barroco llegará a sorprendernos con una muy verosímil representación. Y es así, además, como fiel seguidor del naturalista Caravaggio que él era. En el Renacimiento se prefería mostrar el torso desnudo y clásico del mártir romano, tanto como su fortaleza y su desdén ante las flechas. Pero aquí, en el Barroco más realista y fotográfico, el autor decidirá situar un modelo abatido y macilento, atendido ahora escrupulosamente por las firmes, serenas y asépticas figuras de dos mujeres laboriosas. Ni los colores, ni los gestos, ni el perfil de las figuras correspondían, entonces, a los cánones propicios de un modo de crear tan persuasivo, ni tan bello, ni tan grandioso, ni tan sugestivo.
Sin embargo, la maestría innovadora, original y audaz, del artista es aquí absolutamente elogiosa. A pesar de no existir un clásico equilibrio, la silueta diagonal del personaje contrastará con las otras, ocultas ahora por la aparatosidad principal de la imagen de éste, que llenará con ella todo el lienzo. Un perfil completo del rostro -sagital- hacia la izquierda del cuadro -la mujer del fondo-, llevará a otro perfil oblicuo de otro rostro -la siguiente-, que terminará con el perfil caído, vuelto hacia la derecha, del mártir santo. Ninguno se mirará, ni sus miradas emocionarán la esencia de la imagen. Realista además en todos sus contornos, como lo es ya el naturalismo más feroz caravaggista. Audaz en sus formas, en sus gestos, en su composición y en sus detalles, como el desanudamiento de las cuerdas que atan el brazo al árbol del martirizado, o la mano de Irene sujetándole el pecho, para tratar así de no forzar ya la caída de su cuerpo. Lo demás, el símbolo iconográfico venerable -las flechas-, seguirá siendo aquí un elemento ya insalvable, lo cual no restará originalidad al conjunto, ni a las formas de mostrar así este alarde.
La peculiaridad del pintor del Renacimiento italiano Sandro Botticelli es reconocida. En su obra La Madonna de la Eucaristía, o la Virgen de las Espigas, mostrará a una mujer -la Virgen- totalmente diferente a cualquier otra representación artística de ésta. Su mirada no se dirigirá al niño -al hijo de Dios-, sino hacia unas espigas que otro personaje -¿un ángel?- le ofrecerá satisfecho. La piedad materna de la iconografía clásica será aquí superada por el gesto original de mirar hacia otra cosa. Y esto realizado ya en el temprano 1470. La libertad creadora, la falta de prejuicios iconográficos, la total supremacía del Arte ante cualquier otra cosa, eran una realidad que solo en aquellos años y por aquellos creadores fue posible ser llevada a cabo. Algo no repetido después nunca en el Arte.
Cuando el pintor impresionista americano John Singer Sargent quiso introducirse en el mundo europeo del Arte, conocería al creador francés Paul Helleu (1858-1927), un postimpresionista que habría aprendido de los grandes artistas franceses de entonces. Como muestra de aprecio y agradecimiento, Sargent compondría un lienzo en homenaje a su amigo Helleu. ¿Cómo se puede mejor homenajear a otro pintor sino representándolo ahora haciendo así lo que éste sabe? El alarde, sin embargo, fue crear lo que mejor sabría aquél hacer, una imagen impresionista -no postimpresionista-, es decir, una imagen donde la escena general -la impresión- fuese ahora lo importante, frente al detalle o al gesto o a la esencia de lo más humano o destacable de lo retratado, lo que caracterizaba a cambio el mundo postimpresionista. Pero, ¿cómo hacerlo ahora, si debía así elogiar -destacar- a su representado? Paul Helleu había conocido a su mujer Alice Guérin cuando ésta fuese una vez modelo suyo para un retrato. Desde entonces, ambos habían compartido para siempre arte y vida juntos. Y fue así como Sargent retrataría aquí a su colega. Sin mostrar su rostro siquiera, oculto ahora tras su sombrero y reconocido apenas por su barba. Pero, a cambio, retratando muy claramente el rostro aquí de Alice, que no mirará sino a otra cosa, ni a su esposo ni a la obra, ni a nada concreto en su mirada.
(Óleo de Hendrick Ter Brugghen, San Sebastián curado por Santa Irene, 1625, Allen Memorial Art Museum, Oberlin, EEUU; Lienzo La Madonna de la Eucaristía, 1470, Sandro Botticelli, Museo Isabella Stewart Gardner, Boston; Cuadro de John Singer Sargent, Paul Helleu bosqueja con su esposa, 1889, Museo Brooklyn, EEUU; Retrato de Alice Guérin, 1900, por Paul Helleu.)
Revista Arte
La originalidad en el gesto y el perfil de la mirada de los representados, y la audacia de sus creadores
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