Existe una conversación típica en toda terapia, que es la mantenida con aquella persona compañera de la que viene a pedir consejo o ayuda terapéutica. Es decir, es aquella entrevista que se suele mantener, no con la persona que necesita de los servicios del psicólogo, sino con la que convive con ella y “sufre” en primera persona las consecuencias del problema psicológico del solicitante. Si esto fuese un artículo académico, ahora tocaría explicar los múltiples objetivos terapéuticos que se pretenden con la misma; pero no es el caso. Lo único que pretendo aquí es compartir algunas situaciones que suelen ocurrir en este tipo de entrevistas.
A mí personalmente me gusta recibir siempre en primer lugar a la persona que necesita la terapia o ayuda, aunque sea el compañero o compañera (generalmente lo segundo) de ella quien llama y se informa de todo, y me gusta que venga solo. Es evidente que si alguien no está dispuesto a someterse a terapia, por mucho que su mujer insista en ello, la misma no llegará nunca a realizarse. Así que recibiendo siempre en primer lugar a la persona interesada, me ahorro tiempo. Si esta primera entrevista es satisfactoria y se consigue identificar más o menos el problema que hay que resolver a la vez que es evidente que la persona realmente lo ve como un problema que hay que solucionar, hemos asegurado que, al menos, podremos comenzar a trabajar con unas ciertas garantías de éxito, pues hay una predisposición inicial hacia la terapia, aunque esta persona haya necesitado un empuje de su compañero/a para decidirse a buscar ayuda.
En caso de que esta persona que necesita ayuda se muestre reticente, exprese con claridad que “está allí porque su mujer se empeñó” o se niegue a explicar cuál es el motivo de su visita, la terapia queda seriamente comprometida. Si ese día estoy inspirado y soy habilidoso, puedo llegar a “demostrar” a esta persona que sus creencias son erróneas, que eso que él dice que no tiene importancia simplemente por miedo, vergüenza, falta de una educación adecuada sobre la materia, etc. es en realidad un serio problema que le está afectando en su vida cotidiana y/o en sus relaciones personales, conseguiré que vea su problema desde otro punto de vista, más real y a la vez más accesible. Si consigo esto, he ganado a esta persona para que luche por su propia causa. He conseguido que, a pesar de haber venido forzado y con unas ideas preconcebidas, se de cuenta de que tiene un serio problema y de que mi ayuda es necesaria.
Pero también ocurre a veces que esa “iluminación” no se produce. Seguramente que se deba a mi falta de habilidad para motivarlo. Sea por lo que sea, es evidente que si esta primera entrevista no avanza en el dirección adecuada, la terapia está destinada al fracaso. En tal caso no queda otra que invocar a la ética y rechazar educadamente al cliente. Es muy posible que a las tres primeras visitas acudiese, quizás temeroso de las represalias que podría sufrir en su casa si no lo hace, pero casi nuca hay una cuarta y nunca, nunca, una implicación que me motive a mí. ¡Sí quizás sea poco paciente, quizás en la segunda entrevista las cosas podrían mejorar …! La verdad es que, a estas alturas, el confiar en “sacar petroleo” de donde no hay hace tiempo que dejó de estimularme. Siento haber perdido esas esperanzas, pero la realidad siempre se impone a los deseos, y ésta me indica, tenazmente, que cuando no se quiere cambiar, poco podemos hacer los demás para conseguirlo.
Pero suele ocurrir que, a pesar de atender en primer lugar a la persona que realmente necesita mi ayuda y de que establezco una buena alianza terapéutica con la misma para comenzar con la terapia, su compañero o compañera (casi siempre compañera, vuelvo a repetir) insiste en que conozca su punto de vista. Esto es muy interesante, pues ofrece una información muy útil de cómo es realmente el problema, pues con la versión exclusivamente del cliente siempre nos quedamos con un punto de vista, en el fondo, parcial del mismo. El problema suele ocurrir cuando esta versión que nos quiere ofrecer esta persona compañera se centra en exclusiva en cómo le afecta a ella el problema del cliente. En el fondo me suelen “utilizar” como desahogo y se presentan como una víctima de los males del cliente.
En estas situaciones es cuando aprovecho no solamente para hacer ver a esta persona compañera qué es lo que realmente está pasando mi cliente, cosa que suele ser desconocida por ella, centrada en las “molestias” que ocasiona y no en los motivos de las mismas, sino que también procuro buscar una nueva alianza con ella, basándome en:
- Su mejoría le ayudará a ella también.
- Sus problemas le afectarán.
- En la recuperación tiene que participar inevitablemente.
- Ella puede formar parte del problema.
- Ella es parte fundamental de la solución.
Recientemente, tras mantener una conversación de éste tipo con una señora muy preocupada por su marido y tras explicarle por mi parte cómo veía yo el problema, ella llegó a decirme “pobrecito, no sabía que estuviera pasando por eso”. Esa fue la frase que me motivó a escribir estas líneas. Me llamó poderosamente la atención el desconocimiento que solemos tener de los sentimientos y de las vivencias de las personas que nos rodean. Unas veces es debido a que éstas personas no saben expresar por lo que están pasando, no son capaces de compartirlo ni siquiera con sus seres más queridos. Pero otras veces se debe a un ocultamiento intencionado, por múltiples motivos que no vienen ahora al caso. Lo que quiero destacar ahora sobre todo esto es ese descubrimiento, esa revelación que hace el psicólogo ante esa persona que convive con su cliente y del que no era consciente de lo mal que lo estaba pasando. “¿Y sólo con una visita has llegado hasta tanto?”, me suelen decir. Si, parece magia, pero evidentemente, no lo es. La imagen de experto, el ambiente de intimidad, la constatación de que existe una complicidad para descubrir y resolver el problema, la alianza entre ambos para luchar, y sobre todo, el conocimiento previo de casos similares, hacen que esa magia se materialice. Luego viene la lucha diaria, el subir los escalones uno a uno, el saber mirar hacia atrás para comprobar los progresos, el ser consciente de que habrá caídas y nuevos comienzos … Todo ello es el día a día de nuestro trabajo, el de ambos, psicólogo y cliente. Un trabajo estimulante para el primero, duro para el segundo, pero que si consigue su objetivo a ambos les enriquecerá, sobre todo al psicólogo, que adquirirá nuevas experiencias para su siguiente caso.