Revista Espiritualidad

La Peligrosidad de las Reglas Implícitas

Por Av3ntura

En muchas familias hay reglas no escritas, que aunque nadie mencione nunca, parece que todos sus miembros las conocen y las acatan. Estas reglas implícitas acaban tiñendo de ambigüedad las relaciones entre los miembros de la familia.

Esa ambigüedad genera conflictos que entorpecen estas relaciones y para los que nadie tiene una explicación o cada uno tiene una muy distinta, según cómo interpreten las reglas implícitas que nunca ningún miembro ha expresado con palabras.

¿Por qué nos da tanto miedo la transparencia? ¿Por qué no podemos ser más claros en nuestras relaciones con los demás?

Si estamos hartos de una determinada situación, no soportamos a determinado miembro de nuestra familia o no toleramos que se hable de un tema concreto, ¿por qué no lo decimos abiertamente en lugar de poner cara de póker o de recurrir a las excusas que ya nadie cree?

¿Por qué no podemos ser un poco más honestos con nosotros mismos y en nuestras relaciones con los demás?

Optamos por ir de políticamente correctos de cara a la galería, pero cuando no nos ven ni nos oyen aquellos ante los que siempre fingimos, no dudamos en quejarnos de los desaires que supuestamente nos han hecho. ¿Tanto nos costaría ir de frente, por una vez?

La Peligrosidad de las Reglas Implícitas

Dibujo con piedras que representa una familia. Encontrado en la web: CUADROS CON PIEDRAS PARA LA FAMILIA - cincoencasa

La psicología estudia el comportamiento de la mente humana, pero la complejidad de esa mente no puede ser entendida limitándonos al individuo al que pertenece. Ante determinados problemas a la hora de relacionarnos con los demás, hemos de indagar en el modo cómo se relacionan entre sí los miembros de la familia a la que pertenecemos. El lugar que ocupamos en esa familia es más importante de lo que pensamos. No es lo mismo ser el hijo mayor de una familia de cinco hermanos, que ser el pequeño o uno de los medianos. Tampoco es lo mismo ser hijo único que tener varios hermanos.

En terapia, a veces se ve muy claramente que la persona que acude solicitando ayuda no es, en realidad, la que tiene el problema, sino el miembro de la familia al que se ha designado como chivo expiatorio o cabeza de turco. A veces, para una pareja que tiene problemas que se resiste a reconocer y a afrontar, es más fácil buscar una excusa que trata de justificar su distanciamiento o sus continuas discusiones. Y, lamentablemente, para vestir de credibilidad esa excusa se valen de algún problema menor del hijo al que consideran más débil, llegando a hacer una verdadera montaña de un grano de arena. Magnificando el problema del niño o del adolescente para desviar la atención del verdadero problema, que es la mala relación que mantienen sus padres.

Así es como muchos niños o jóvenes han acabado yendo a terapia. No porque su problema no se hubiese podido afrontar en el entorno familiar, sino porque sus padres han preferido sacrificarle a él a sacrificarse ellos.

Cuando estas familias dan con un profesional que detecta el embrollo familiar y trata de hacérselo ver, muchas veces reaccionan cuestionando la profesionalidad del terapeuta y dejando la terapia, para buscar otro profesional al que enredar, con el consiguiente empeoramiento del comportamiento del niño o adolescente al que someten a cambios de técnicas y tratamientos continuamente.

La Peligrosidad de las Reglas Implícitas

Imagen encontrada en Pixabay que define muy bien cómo los conflictos no resueltos entre los progenitores acaban repercutiendo sobre los hijos.


“Soluciónenos el problema, pero no nos cambie”. Ése es el mensaje que no expresan con palabras, pero que cualquier terapeuta capta enseguida cuando se enfrenta a una de estas familias. Como si pensaran que un psicólogo o un psiquiatra pueden hacer magia o hacer milagros.

El éxito o el fracaso de una terapia dependen de muchos factores, entre los que se encuentra la profesionalidad del terapeuta, por supuesto. Pero lo más importante es que la persona que acuda a terapia lo haga por sí misma y convencida de que quiere de verdad solucionar su problema. Es muy difícil, por no decir imposible, que alguien que no reconoce que tiene un problema y que visite a un psicólogo por imposición de otros consiga buenos resultados. Entre otras cosas porque, cuando se trata de la mente, el trabajo lo ha de hacer quien padece el problema y no el profesional que le esté ayudando. La función del psicólogo es ayudar a la persona que padece el problema a reconocer su existencia y dotarle de los recursos necesarios para enfrentarse por sí mismo a sus dificultades. Se trata de un trabajo individual, en el que se puede supervisar cada paso, orientar ante las dudas, ayudar a ver lo que cuesta de ver, darle una interpretación alternativa a los errores para que no sean vividos como un fracaso, sino como una oportunidad para seguir indagando y descubriendo más de uno mismo.

Igual que nadie puede vivir la vida de otra persona, tampoco los psicólogos pueden enfrentarse a los problemas de sus pacientes y solucionárselos. La solución la tiene que encontrar cada uno por sí mismo.

Toda terapia acaba siendo un proceso doloroso para quien la experimenta. No es agradable tener que recordar episodios que en su día vivimos como traumáticos y tener que aprender a reinterpretarlos desde la óptica del presente y poniéndonos en el lugar de los otros protagonistas de la historia para permitir que cicatricen y poder pasar página. También duele tener que reconocer que esas convicciones que tan firmemente hemos defendido durante años han acabado siendo erróneas y nos han llevado a fracasar demasiadas veces en nuestras relaciones con los demás. Y lo más tremendo de todo suele ser darnos cuenta de que todo eso que hemos temido tanto decir durante tantos años y todo eso que hemos dejado de hacer convencidos de que no nos convenía por todas las reglas implícitas establecidas entre los miembros de nuestra familia, en realidad, no era en absoluto algo negativo, ni tóxico, ni deshonesto. Lo negativo, lo tóxico y lo deshonesto es educar en el miedo, en la opacidad y en la aversión a las emociones.

Lo de ojos que no ven, corazón que no siente quizá les funcionó a las generaciones que nos precedieron a la hora de soportar abusos de poder y faltas de respeto de todo tipo en el ámbito familiar. Pero en el siglo XXI deberíamos empezar a descartar ese tipo de mensajes que nos invitan a ignorar la realidad o a disfrazarla, obligándonos a vivir en una ambigüedad permanente en la que imperan los malos entendidos y los dobles sentidos.

Estar vivos es una oportunidad apasionante de descubrir lo mejor y lo peor de nosotros mismos y de los demás.Gracias a lo mejor podremos seguir avanzando en nuestro particular camino y conectando con otras personas que nos ayudar a construir nuestra mejor versión. Con lo peor, podremos aprender de los errores propios y ajenos, siendo capaces de perdonar y de aceptar el perdón de los demás.

El dolor duele mucho menos cuando nos decidimos a dejar de esconderlo, cuando lo afrontamos mirándolo a los ojos, midiendo nuestras fuerzas con las suyas, atreviéndonos a llamarlo por su nombre y liberándolo a través de las palabras y las emociones.

Todo lo que no se dice de forma clara y se cubre de un velo de silencio y de tabú, un día u otro acaba gritándonos en sueños, emergiendo desde las sombras transformado en algo mucho peor que nos acaba marcando de por vida.

Perdámosle el miedo a las palabras, a los abrazos y a los besos, a los te quiero o te pido perdón. Siempre es preferible que algo nos duela un rato, lo tratemos adecuadamente y se nos calme, a ignorarlo y dejar que se nos enquiste, porque entonces lo sufriremos para siempre y se lo acabaremos contagiando a quienes nos rodeen.

Estrella Pisa

Psicóloga col. 13749


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