Revista Cultura y Ocio
LA PEOR PARTE Rodrigo Rey Rosa
Publicado el 06 octubre 2017 por Biblioteca Virtual Hispanica @BVHispanica
A todos, menos a ella, les dije que me iba, y me he quedado. Burlar al guardia de migración fue bastante fácil. Un golpe en la frente para significar el olvido y un brusco recordar; un discurso falso acerca de ciertas pastillas. Apúrese me dijo el guardia, lo va a dejar el avión. De vuelta en casa, tomé un baño de agua muy caliente, como suelo hacer después de un viaje largo, pensando en las maletas llenas de ropa y libros que se alejaban sobre el mar. Mientras cenaba, le dije a María Luisa: No vayas a olvidarte de que estoy de viaje, de que no estoy para nadie. Esto que ves es una aparición. Respondió sonriéndose. Aquella noche, cuatro personas dejaron mensajes en mi contestador. Mi amigo Felipe Otero, a las seis y media, la hora de vuelo: «Acabo de enterarme de que te ibas, al regresar del lago. Si no te has ido, llámame. O buen viaje. » Unos minutos más tarde, el carpintero, para decirme que unos muebles que le había encargado no estarían listos hasta dentro de un mes. A las siete, Alegría: «¿Mariano? ¿Es verdad que te fuiste? Escribe.» Y a las nueve: «¿Señor Milián?» Una voz desconocida, y un largo silencio. Esa no era la voz que pronunció las amenazas, pero me causó un ligero escalofrío. Me mudé a la habitación del fondo, donde tengo la música. Soy persona más bien sedentaria, de modo que todo esto, aparte de las dudas y el temor, no me contrariaba. Mi casa es bastante grande. Los primeros días los pasé entre ratos de lectura y ratos de música, con intervalos de paseos entre los muros de mi habitación. Mi principal inquietud, lo que de cuando en cuando interrumpía mi concentración, era el teléfono, cuyos sonidos llegaban a mí desde el fondo del corredor. María Luisa solía tardar en responder, y yo me acercaba a la puerta y la entreabría para escuchar. No decía ella. Se fue de viaje. No sé cuándo volverá. Un domingo temprano por la tarde, sin embargo, dijo: «Sí.» Y comenzó a hablar en mopán, el dialecto de su tierra. Fue una conversación larga. A eso de las cinco, sin decirme nada, salió a la calle. No volvió hasta las diez. A la mañana siguiente, cuando me trajo el desayuno, le pregunté adónde había ido. Se encogió de hombros y dijo: A pasear. No quise hacer más preguntas. Al día siguiente hubo una llamada para mí, de un banco extranjero. Y otra para ella, que volvió a seguirse de una larga conversación en mopán. Esta vez, cuando María Luisa colgó, yo cerré mi puerta con bastante ruido. Oí un débil chasquido de protesta, y los pies descalzos que se alejaban rechinando por el parqué recién lustrado. ¿Quién te llamó? le pregunté más tarde, cuando me trajo un refresco que no le había pedido. No le agradó la pregunta, pero contestó: Mi novio. Ahora que le he dicho que usted no estaba, insiste en verme más a menudo. Está bien. ¿Es aquel muchacho de Ux Ben Ha? No. Es otro. Esta información la recibí con una sensación de abatimiento. Felicitaciones dije con voz apagada. María Luisa se sonrió de una manera poco natural. No me felicite dijo. A éste no lo quiero. Lo tengo por necesidad. A las cinco y media sonó el timbre del portón. Oí a María Luisa salir a la terraza, y la puerta que se cerraba. Poco después, salí de mi cuarto y fui hasta la sala para observar por los ventanales al hombre que la visitaba. No tenía aspecto de indígena. Cuando él comenzó a abrazarla, volví a mi cuarto. Sentía una curiosa mezcla de indignación y celos. Es interesante observar cómo todo, hasta cierto punto al menos, es puramente mecánico. Un cambio físico, un cambio de perspectiva, altera no sólo la forma de ver, sino la forma de pensar y de sentir. El hecho de estar aquí encerrado, y el hecho de que María Luisa sea la única persona a quien veo y con quien puedo conversar, ¿a qué me han reducido? Me gustaría saber qué quiso decir el otro día con la palabra «necesidad». ¿Dinero? ¿Desahogo sexual? Es sumamente alarmante que el hombre no sea un indígena. No puede serlo, con ese aspecto. ¿Por qué hablan en mopán? A la hora de la cena la interrogué: ¿De dónde es tu nuevo novio, si no es indiscreción? De Cuilapa. ¿Y habla tu idioma? Sí. Vivió en Santa Cruz algún tiempo, y allí tuvo que aprenderlo. Es maravilloso le dije, y logré sonreír ampliamente. Un oriental que habla mopán. ¿Y lo habla bien? Bastante bien contestó con cierto orgullo. Yo también sé unas palabras de mopán y pronuncié algunas. Me gustaría aprender más. Al día siguiente fui a la biblioteca, que está en el primer piso. Tomé un diccionario comparado de las lenguas mayas y una gramática kekchí, que no guarda gran parecido con la del mopán. María Luisa viste siempre impecablemente: falda de corte a cuadros, huipil blanco, calado, con finos bordados alrededor del cuello y en las mangas. Po, es luna me dijo. Poqos, polvo. ¿Cómo traducirías la palabra romántico? Tx'i ish, o peekesh respondió, después de reflexionar un momento. Según el diccionario, estos dos términos equivalen a sentímental, y pueden estar relacionados con la palabra perro -shwiit en aguacateco, pek en mopán. He observado también que tanto el diccionario comparado como el glosario de la gramática kekchí desconocen las palabras mal y malo. Ki significa bueno en mopán. Algo está a punto de ocurrir, o está ocurriendo ya, algo que podría alterar el curso de mi vida. ¿Es un cambio de curso la consecuencia de un cambio de perspectiva? Querer aprender mopán es querer entrar en otro mundo. Es cierto que en el exterior existe una amenaza real; pero eso ya apenas me importa. Estoy dispuesto a marcharme verdaderamente, pero no al extranjero, sino al interior. Le dije a María Luisa, cuando me trajo la cena: Quiero ir a vivir un tiempo en Blue Creek. Una sonrisa recatada. ¿En verdad? No puedo seguir viviendo así. Miré a mi alrededor: los discos ladeados en los anaqueles, las ventanas enrejadas, los libros esparcidos por la alfombra. ¿Conoces a alguien que pueda alojarme allá? Creo que sí dijo. Tengo una prima. Giró sobre sus talones y salió rápidamente de la habitación. El novio de María Luisa venía a verla todos los días, y yo sentía cada vez más algo que sólo puedo llamar celos. Los espiaba a veces desde los ventanales de la sala. Día tras día, aprendía una docena de palabras en mopán. María Luisa corregía mis errores de pronunciación ellos tienen diez vocales en vez de cinco y distinguen las kas de las cus a menudo se reía, pero algún progreso íbamos haciendo. Y así pasaban las semanas. Para construir oraciones en buen mopán, es necesario desgonzarse mentalmente, o lingüísticamente, para lo cual se requiere un calentamiento previo. ¿Qué quisiste decir el otro día le pregunté en cierta ocasión cuando dijiste que tenías a este novio por necesidad? Con un rubor brusco, María Luisa se volvió hacia la ventana y se quedó mirando el jardincito con la fuente de piedras de lava y las lagartijas que tomaban el sol. «Lo mejor sería dejar a alguien en mi lugar», pensé en ese momento. Tu amigo le dije después de un largo silencio, ¿estaría dispuesto a hacerlo? María Luisa me miró. Parecía perturbada. ¿Hacer qué? Vivir aquí, sustituirme, si me voy. Puedo preguntárselo. Fue un domingo, semanas más tarde, cuando María Luisa me dijo: Le he hablado, y dice que lo hará. Vendrá a vivir aquí. Fue como si una puerta se abriera. «Vivirá enterrado», pensé para mí. A través de María Luisa llegamos a varios acuerdos, acerca del dinero que recibiría por sus servicios en mi ausencia, la duración indefinida de los mismos, y las posibles consecuencias de una deserción. Abandoné mi casa un miércoles a mediodía, con una carta de presentación para la prima de María Luisa y algunos presentes para su tía y un hermano menor. Manténme informado le dije un momento antes de salir a la calle, donde me aguardaba un auto de alquiler. Prometió que lo haría. El auto con cristales velados, como lo pedí, me llevó a la terminal de autobuses. Ingerí dos pastillas y no desperté hasta que ya estábamos a pocas horas de Flores. En Flores, donde tuve que pasar la noche aguardando el transporte que me acercaría a mi destino, escribí una postal a María Luisa, y le hablé del sentimiento de aventura, de proximidad de lo desconocido que experimenté al despertar por el camino de polvo en medio de la sabana y de la selva. Pero lo desconocido para mí, a ella le era familiar. «Dos seres de orígenes distintos, que se mueven en direcciones opuestas, pueden encontrarse, estar unidos un momento, para luego separarse, cada vez más.» El camión salió de Flores al alba. Esta vez no tomé pastillas. Vi salir el sol a la izquierda del camino. Más adelante, el paisaje de montañas redondas, cubiertas de selva, con algún claro de tierra blanca y la costa a lo lejos bajo un cielo de nubes enormes, como inflamadas, me causó una emoción ajena a lo desconocido. Sentía la familiaridad en los propios dedos de mis manos, que frotaba entre ellos de vez en cuando, como un alucinado que quiere cerciorarse de que lo que siente es lo que ve. El aire era una membrana, una envoltura. A mediodía me bajé en el entronque, donde arranca el ramal de San Antonio y Santa Cruz. Allí me recogió un camioncito lleno de gente. Sentado en la parte trasera entre un niño y un anciano, iba viendo el camino que se alargaba hacia la costa, mientras el vehículo ascendía lentamente, dando botes y bandazos. Wab'ix me dijo el viejo, señalando con una mano agarrotada una colina sembrada de maíz, con una ceiba en la cima. Ntzee'ya. Mi milpa, mi árbol. Llegamos a San Antonio al oscurecer. Esa noche me alojé en el Hilltop Hotel, del señor Bol, un pocomán de Tactic, casado con una kekchí de San Luis. Son muy diferentes uno de la otra. Él es delgado, aguileño; ella, rechoncha y achinada. Mi cuarto estaba en el tercer piso, que también era el último, y dominaba el pueblo y el paisaje con nubes muy bajas hasta las llanuras de la costa. A la mañana siguiente el señor Bol me llevó en una vieja furgoneta a una finca a dos kilómetros de Santa Cruz. Hasta aquí llego yo me dijo. Lo que queda lo tendrá que caminar. Me eché mi bolsa de viaje a las espaldas, y comencé a andar. En Santa Cruz, hablé con un tal Valentín, cuyo nombre había mencionado María Luisa, y él me alquiló una mula y me guió hasta Blue Creek. De modo que llegué cabalgando a casa de la tía de María Luisa, de nombre Manuela. Sin apearse, Valentín se puso a dar voces a la puerta. Salió la vieja, despidió a Valentín y me hizo pasar. Su hija no estaba, me dijo cuando le entregué la carta. Preguntó por los regalos, que le entregué. Luego fue a llamar a un niño para que me condujera a mi nueva vivienda. No deshice mis maletas aquella tarde, ni aquella noche. El lugar me parecía hostil. En el suelo del cuarto más grande había un colchón que comenzaba a ser invadido por el comején. Lo sacudí, lo cubrí con una manta, y cuando se cerraba la noche me tumbé sobre él. Amanecí con un brazo cubierto de ronchas. ¿La huella de un gusano, la orina de alguna araña? Sentí asco por el lugar, de modo que me puse a hacer la limpieza a fondo. Es extraño que el polvo de una casa que no hemos hecho nuestra pueda causarnos tanta repugnancia. Había envolturas de dulces esparcidas por el piso, lo que hacía pensar en la presencia de niños; y en la habitación del fondo, la más pequeña, dos sobres de preservativos y una caja de analgésicos pisoteada. Cuando terminé bajé a nadar al río, cuya agua corre rápida y fría. Volví a la casa y allí estaba Lucrecia, la prima de María Luisa. Se parecen muchísimo, pero Lucrecia es un poco más alta, y desde el principio tuve esta impresión más linfática, meditativa. Había sido maestra de escuela de Dangriga, me dijo, y más tarde se había casado con un veterano inglés, que acababa de morir. Me enseñó cosas de la casa en las que yo no había reparado: un agujero en la pared, tapado con un corcho. Es tradicional me dijo. Un urinario. Éste fue hecho por mi padre. Da sobre unas plantas de morro, a las que cae muy bien. Son puros matorrales, por lo general, pero éstas y me llevó hasta una ventana, ¿las ves?, parecen árboles. Y una pequeña compuerta, que estaba junto al colchón, por la que uno puede saltar al exterior la casa descansa sobre seis pilares de madera. Por si hubiera que huir. ¿Tradicional también? le pregunté. No. Mi padre imaginaba cosas. Me dijo que me enviaría una mesa y sillas para la cocina y una estufa de gas. Salimos al pequeño porche. ¿Te gusta esto? y miró el paisaje de colinas cubiertas de altos árboles. Mucho. Señaló las vigas del techo. Aquí podrías colgar una hamaca. Bajó las escaleras deprisa y se volvió. Adiós. Vendré a verte a fin de mes. Levanté la mano, la agité. ¿Vuelves a Dangriga? le grité, porque ya se alejaba. Sí contestó. Por la tarde hice una excursión de dos horas hasta el nacimiento del río, donde hay varias cavernas. Al regresar, acostado en el colchón, me puse a escribirle a María Luisa. Le decía que la echaba de menos, le pedí noticias de mi sustituto, y le conté que había conocido a Lucrecia. Al día siguiente vino a visitarme un curioso personaje. Llamaba mi nombre a voces desde la calle. Salí al porche y le dije que se acercara. La señora Manuela, me dijo, le había dicho mi nombre. Me miraba con una mezcla de recelo y curiosidad. No me dijo su nombre, y se puso a hacerme preguntas. Si me gustaba el lugar, si pensaba quedarme mucho tiempo, si había visto las cuevas. Sólo por fuera le dije. Ya volveré, mejor preparado. Nadie las ha explorado dijo con una sonrisa engañosa. Metió una mano en el bolsillo de su pantalón. La extrajo lentamente y la abrió, para mostrarme una pequeña figura, una cabeza en miniatura de jade dorado. ¿Le gusta? me preguntó. Es muy bonita. ¿Dónde la encontraste? Tardó en contestar: En mi milpa, trabajando. Tengo más, si quiere comprar. El hombre, lo noté entonces, estaba empapado de sudor, un sudor de olor fuerte, penetrante, y parecía fatigado. Jadeaba. En mopán, le pregunté si quería pasar a la sombra, si quería beber algo. Me miró con incertidumbre, y en ese momento me di cuenta de que no era indígena, aunque su piel era oscurísima. Pase adelante, si quiere refrescarse. Entramos. Se sentó a la mesa y le serví un vaso de agua de coco. Bebió medio vaso de un trago largo y lento. ¿Puedo ver esa pieza otra vez? Asintió y la sacó del bolsillo, la limpió con un pañuelo y la puso en la mesa. Agárrela si quiere se sonrió. Tomé la piedra. Era muy suave, como aceitosa, pulida no sólo por el hombre sino también por el tiempo. La figura le dije, mirándolo en los ojos con humildad, ¿sabe usted quién es? ¿La figura? No. Algún ídolo. Pero era, lo reconocí con regocijo, en silencio, el dios cachorro de jaguar ¿el sonido «ba» del protomaya? Es muy valioso dijo el hombre con seriedad, eso es todo lo que sé. Dos días más tarde, caminando por la vereda junto al río, oí una voz de mujer que cantaba en mopán. Me detuve a escuchar. Cuando la voz cesó, se oyó un chapoteo. Me acerqué al río, rodeando unos peñascos, y vi que la mujer era Lucrecia. Inclinada sobre una piedra junto a la orilla, vestía sólo enagua, y restregaba una prenda. A su lado tenía un balde lleno de ropa blanca. Yo te hacía en Dangriga le dije sin acercarme. Alzó la cabeza y me vio. ¿Qué? gritó. No te oigo. Me acerqué unos pasos. Oye me dijo, entre divertida y seria. Los hombres tienen prohibido ir a los sitios de lavar. Pero espera. Tú no eres de aquí. Es sólo que si alguien nos viera... Aunque muy poca gente baja a esta parte. ¿Paseabas? Se inclinó sobre el agua y echó una guacalada a la sábana extendida sobre la piedra. La espuma rodó hasta el agua y se disolvió en la corriente. Es mejor que me vaya dije. Ella se encogió ligeramente de hombros y se sonrió. Como quieras. Caminé hasta el pueblo y fui a visitar a doña Manuela. Eran las cinco cuando llegué a su tienda. Me invitó a pasar a la parte trasera, una especie de pantry, que comunicaba con el patio de la casa. Varios almanaques y fotos de la familia colgaban en las paredes. Un señor vino a verme hace unos días. Me dijo que usted lo había enviado. No le pregunté su nombre. La señora me miró, entre sorprendida y alarmada. Se sentó pesadamente en una silla de abacá. ¿Y cómo era? preguntó. Describí al personaje: oscuro y enjuto. No hablaba idioma agregué. Debe de ser Domingo me dijo. No es cierto que yo lo mandara. Pero lo conoce. Todo el mundo conoce a Domingo. Aparece cada lustro o así. Dicen que debe algunas vidas. Aquí no ha hecho de las suyas; nadie se mete con él. ¿No quiere beber algo? Transcurrió un mes hecho de días y noches tranquilos, cuyos puntos culminantes fueron dos visitas de Lucrecia una de ellas, acompañada de su madre, quien me regaló unos pasteles de elote, los que han pasado a formar parte de mi dieta y la excursión que hice, guiado por el hermano menor de Lucrecia, a las cavernas de Kolom Ha, donde hallamos una vasija de barro, sin decoraciones, rota en cuatro pedazos, y un cuchillo de obsidiana. No tenía nuevas de la capital, y aunque esto me permitía mantener en el olvido mi pasado y hacer vida normal, el silencio de María Luisa me inquietaba. Por fin recibí noticias. Su carta decía así: Me alegra saber que las horas que dedicamos al estudio de mi lengua no han resultado infructuosas, y que el instrumento que se forjó con mi ayuda le haya servido para hacer suyo ese pequeño pedazo del mundo. Créame que saberlo allá ha hecho más triste mi destierro. Sin embargo, mi amistad con usted y la familiaridad que he llegado a sentir con los objetos de su casa, son un refugio que me permite sentirme bien en esta ciudad grande y violenta. Es un sitio vil, al que la gente como yo acude por un impulso ciego. Usted ha vivido aquí toda su vida, y tal vez le parezca que exagero, y no obstante yo creo que ha tenido mucha suerte al haber sido obligado a emigrar a Blue Creek. Su sustituto se comportó aceptablemente. Él creía haber alcanzado, como por milagro, todo lo que quería: una casa en este prestigioso barrio, con su biblioteca, su aparato de música y su televisión, y cómo no su sirvienta. Pues en caso de que alguien pudiera comprobar la presencia de usted en esta casa, serví a su sustituto como si hubiera sido el patrón. Aunque yo sabía que él se llevaba la peor parte. Se convirtió en la víctima de sus propios sueños. Palidecía visiblemente, y había engordado. Sólo una vez no regresó en toda la noche, y lo amenacé con no volver a dejarle entrar Esta amenaza, que no hubiera podido cumplir, surtió efecto, porque no volvió a ausentarse de esa manera; lo que prueba que estaba plenamente satisfecho de estar aquí, en el lugar del que usted, más sabio, decidió alejarse. Fue asesinado a puñaladas en la bañera por un hombre que se hizo pasar por inspector de aguas. Le mando la esquelita que anuncia su muerte. En efecto, la esquela anunciaba mi muerte. Guardé la carta y salí a caminar. Fui a casa de Lucrecia. Estaba en la tienda, detrás del mostrador. Voy a quedarme a vivir aquí más tiempo del que creía le dije. Su hermano menor entró, dio los buenos días y pasó al otro lado del mostrador. Lucrecia salió a la calle. La seguí. Caminamos juntos, pero en silencio, hasta las últimas casas del pueblo. Sopló una ráfaga de viento frío era diciembre que deshojó las ramas de un árbol. Lucrecia no me miraba, no quería mirarme. Te ha escrito María Luisa? le pregunté. No respondió. Por el otro lado del camino pasaba Domingo, cabizbajo, con aire triste. Tú y yo, pensé.