La máquina no estaba preparada para valorar la perfección humana. El marcador digital no conocía el diez. 55 posibles errores se habían erigido durante décadas como una barrera infranqueable, 55 fallos que habían separado siempre a las gimnastas más sobresalientes de la perfección. Esa tarde del 18 de julio de 1976 ella no cometió ninguno y la máquina, enloquecida, se quedó atrapada en un ridículo 1,0, mientras los cronistas descubrían que carecían de las palabras necesarias para contar lo que habían presenciado. “Nadiesco” se convirtió en un neologismo para definir lo bello y perfecto.
Nadia Comaneci terminó los Juegos Olímpicos de Montreal con tres medallas de oro y 7 dieces. Tenía 14 años, pesaba 40 kilos y medía 1,54 metros. Su niñez estaba a punto de desaparecer, pero la fragilidad que envolvía la fortaleza de la pequeña ‘hada comunista’ la había convertido en inmortal. En plena Guerra Fría, la ‘orquídea-soldado’ había golpeado a soviéticos y estadounidenses, para regocijo de Ceauşescu, dictador terrible y original que dominó Rumanía durante décadas y que nombró a la niña ‘Heroína del Trabajo Socialista’. En un mundo sin Twitter, Facebook, Youtube… su ejercicio dio la vuelta al mundo.
“El póster de Nadia C. pertenece a las niñas del verano de 1976”, escribe Lola Lafon, que tenía 4 años en aquel mítico estío. A través de fragmentos ordenados en capítulos breves y ágiles, con una prosa limpia que encuentra siempre metáforas afortunadas para describir a Nadia y sus ejercicios imposibles, Lafon reconstruye la hazaña de Comaneci y la Rumanía que la fabricó. Una dictadura especialmente cruel con las mujeres, donde el aborto estaba prohibido y severamente castigado, un régimen loco y enfermo donde las mujeres debían tener un mínimo de cinco hijos y eran sometidas a la vigilancia de una ‘policía de la menstruación’ de los 18 a los 40 años, y a un impuesto especial si seguían solteras y sin hijos más allá de los 25.“Jamás he olvidado el consejo que me dieron entonces: no contar nunca la misma historia de la mima manera a más de dos personas; de lo contrario, cuando informaban a la Securitate, estabas perdida”. Lafon comienza su entretenida novela con esta cita anónima de la Rumanía de los ochenta. Es una advertencia: lo que cuenta sólo puede ser una aproximación a la verdad. ¿Cuántas versiones hay de las historias de Nadia C.? Incluida, claro, la oficial, su autobiografía con título que guiña a Rilke: ‘Cartas a una joven gimnasta’. Con acierto, la escritora francesa invita a una ficticia y contemporánea Nadia C. a intervenir en la novela, a corregir sus afirmaciones, a dialogar con el lector, y al hacerlo el personaje cuestiona el juicio apresurado sobre la niña que fue, sobre la Rumanía en la que vivió.
“En nuestro país no teníamos nada que desear. En el suyo, en cambio, uno está permanentemente obligado a desear”, dice a la autora su Nadia actual y verosímil, que interviene cuando Lafon cuenta el duro entrenamiento que convirtió el don de Nadia en una perfección inolvidable. En el modesto gimnasio de una ciudad marginal, el matrimonio que entrenó a Nadia y a sus compañeras las sometió durante años a una dieta de inanición. No faltaban laxantes y diuréticos, ni inyecciones para retrasar la regla. En cambio, el agua estaba tan racionada que las niñas prodigio bebían a escondidas de las cisternas del servicio. “Es un contrato que uno firma con uno mismo, no es una sumisión a un entrenador – replica a la autora la Nadia personaje -. A mí, las que me parecían obedientes eran las otras niñas, las que no eran gimnastas. Se volvían como su madre, como todas las demás. Nosotras, no”.Como las innumerables gimnastas imperfectas que la precedieron, como las contadas que la superaron después, Nadia C. luchaba contra su futura derrota, contra la mujer que inevitablemente sería y que sustituiría a la niña mágica que fue. También el dictador rumano estaba destinado a ser arrollado por un futuro que había intentado detener. Nadia C. huyó de Rumanía quince días antes de la ejecución del Conducator y su mujer, la Científica Más Reputada del Mundo, en las Navidades de 1989. Atrás quedaron años de hambre y miedo, la traición del experimento de buscar una sociedad igualitaria. Porque, como cuenta Lafon, la decadencia de Nadia C. corre paralela al hundimiento del país, arrastrado al hambre y la miseria por un dictador enloquecido que hizo de la obligación de devolver la deuda nacional su único objetivo. Hoy, como entonces, Occidente habría condecorado su locura.
‘La pequeña comunista que no sonreía nunca’. Lola Lafon. Anagrama. Barcelona, 2015. 280 páginas, 18,90 euros.