Revista Arte
En un condado al sureste de Inglaterra, en Surrey, se encuentra el famoso hipódromo de Epsom Downs. Este campo de carreras hípico se utilizaba ya desde casi el año 1661. Pero en 1778 dos propietarios rivales echaron a suerte cómo iban a denominar, en adelante, la importante competición de caballos, que aún hoy se sigue celebrando. El conde de Derby, Edward Smith-Stanley (1752-1834), y Sir Charles Bunbury (1740-1821) acordaron que la carrera acabaría llevando el nombre de aquél cuyo caballo ganase. Como lo fue Briget, el pura sangre del conde de Derby, la famosa competición -y a partir de ésta todas las competiciones acabaron llamándose así-, terminó siendo bautizada como El derbi de Epsom.
En 1821 el pintor francés Theodore Gèricault (1791-1824) quiso pintar una escena -que él llegó a vivir presenciando la carrera-, en donde cuatro jinetes compiten en una tarde tormentosa. Ésto, además, acabó siendo todo un magnífico encuadre para representarla. No era la primera vez que se pintaba a un caballo, ni siquiera a un caballo corriendo -ya lo había hecho mucho antes, en 1767, George Stubbs (1724-1806)-, pero sí la que encuadró una competición en un determinado decorado, con un plano en donde los équidos se alinean con el horizonte, dividido el cuadro también entre un cielo y una tierra contrastante, y que ayuda a dar dinamismo al motivo fundamental de la obra.
Sin embargo, es otra cosa lo que, con posterioridad, se llegó a comprender además. La falta de un realismo que el pintor entonces no podía más que, si acaso, sospechar. Nadie sabía, y menos el pintor, cómo se tenían que dibujar las patas de un caballo a pleno galope. Pero, así como la genialidad de los creadores cuando se enfrentan a lo sublime -imaginar lo desconocido-, Gèricault afrontó lo que parecía que debía ser, lo que otros ya hicieron antes; y él lo enmarcó en una obra magistral. Tuvieron que pasar más de cincuenta años para que un eminente pionero fotógrafo, Eadwgeard Muybridge (1830-1904), consiguiese crear la famosa secuencia que demostraba cómo los caballos nunca, en su galope, tienen a la vez todas sus patas tensionadas, cómo nunca tienen todos sus cuartos en tensión y desplegados hacia fuera.
Pero, en el Arte, eso no es lo importante. De hecho los impresionistas admiraron al romántico Gèricault. Aquéllos no pensaban que lo importante era ser fiel a una realidad inadecuada a veces para expresar el sentimiento artístico. Todo lo contrario, era preciso simplemente plasmar el sentido de lo que se pretendía transmitir, de lo que la emoción sabía, por sí sola, descifrar tras un trazo, un color, un movimiento, un fondo o una perspectiva. Por esto al Arte le da igual que las cosas sean realmente de otra forma a como los creadores la presentan en sus obras. Nunca dejarán de ser obras que nos inspiren, aunque no tengan por qué ser exactas y fieles a la naturaleza que percibimos, porque para el Arte la percepción es otra cosa, la percepción se interpreta con otros criterios, con otra sensación y con otro sentido.
(Cuadro de Gèricault, El Derbi de Epsom, 1821, Louvre; Óleo de George Stubbs, Bay Molton montado por John Singleton, 1767; Óleo de Kandinski, El jinete azul, 1903; Cuadro de Washington Allston, El vuelo de Florimell, 1819; Cuadro de Degas, La salida falsa, 1872; Fotomontaje de la secuencia Caballo en Movimiento, hacia 1880, del fotógrafo Eadwgeard Muybridge; Óleo La estampida, 1908, del pintor norteamericano Frederic Remington 1861-1909.)
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