Diez minutos de visionado bastan para comprender por qué la censura franquista saboteó esta indiscutible obra maestra del cine español dirigida por Fernando Fernán Gómez en 1963 e impidió su estreno normalizado. Y es que, camuflada bajo la apariencia de una fórmula folletinesca y de “cine social” admisible dentro de los cánones de la dictadura, El mundo sigue es un revelador y demoledor testimonio de la doble moral y del podrido y enfermizo sistema de valores de la sociedad franquista, y por extensión, porque trágicamente no ha caducado ni pasado de moda, de la vida en España en la segunda mitad del siglo XX y principios del XXI. Tan aparentemente convencional en su forma como inusualmente moderna e innovadora, tan aguda y sagaz en sus desarrollo como valiente y profunda en su planteamiento, la película se ha erigido por derecho propio como un clásico instantáneo del cine español, como un título de referencia, una película que debería servir de espejo a la actual producción nacional, y que confirma a Fernando Fernán Gómez como una de las más importantes figuras de la cultura española y uno de los más importantes puntales de su creación artística.
Fernán Gómez siempre reconoció, incluso en los créditos del filme, en los que el nombre del autor acompaña al título, que todos los temas de la película, todo lo que se ha aplaudido como atrevido y reflexivo, ya aparecía en la novela de Juan Antonio Zunzunegui de la que parte el guion. Fernán Gómez lo que logra es introducir en una narración formalmente convencional toda una serie de cargas de profundidad, ya presentes en la novela, que, salvo contadísimas excepciones (la triple B del cine español: Buñuel, Berlanga y Bardem), no se habían siquiera insinuado en el cine español fuera de la tutela moral de la Iglesia, el ejército o la “formación del espíritu nacional”. Presupuestos como la corrupción moral de la sociedad, los prioritarios y ansiosos deseos de ascenso social y confort material, la relativización de los valores familiares, la abierta crítica a la cárcel del matrimonio, la puesta en evidencia de fenómenos como el adulterio o la prostitución como herramientas para conseguir los objetivos vitales, el aborto como forma de evitar incidencias indeseadas, retrasos o impedimentos en la consecución de esos objetivos, y la aceptación por los otros, incluso su compartido aprovechamiento colateral, son en todo punto contrarios al ideal que la moral franquista -todavía demasiado presente en la sociedad española actual- pretendía vender como realmente imperante en la vida pública nacional. Eso, por no hablar de la revolucionaria y brutal conclusión (incluso para el Hollywood de la época), mostrada con todo detalle y absolutamente inadmisible por parte de la censura eclesiástica franquista, en la que la libertad de elección se lleva hasta el último extremo. La película subvierte valores supuestamente deseables, espirituales (como el derecho a la vida) y pretendidamente nacionales como la familia, el trabajo honrado, el papel tutelar del Estado y de las fuerzas de orden público, además de la Iglesia, y las bondades de la forma de vida como virtudes cardinales para una vida feliz. Muy al contrario, Zunzunegui y Fernán Gómez presentan una galería de personajes insatisfechos, profundamente infelices, llenos de rabia, de rencor contra una vida llena de obstáculos, de dificultades, en la que sólo unos pocos, precisamente quienes defienden esa vida modelo para los pobres, no muy diferente al “valle de lágimas” que la Iglesia promovió especialmente desde la Edad Media (de la que España sólo intentó salir con la llegada de una Ilustración timorata y siempre abortada por las fuerzas conservadoras, que aún hoy mantienen esa actitud opresiva y castradora, lo mismo que en 1808, 1868, 1931, 1936 o 1978), pueden presumir de haber conseguido ese estatus de tranquilidad y vida plena reservado a los elegidos del entorno oficial. El resto del país, como mucho malvive, consumido por las cuitas cotidianas, la necesidad de comer cada día, la inquietud del futuro, los deseos carnales y materiales más próximos y asequibles de satisfacer. Un país en el que, por encima de la virtud del trabajo reconocido que permita ganarse bien la vida, incluso llevar mucho más lejos el límite de la propia prosperidad, ve en las quinielas, como hoy en la lotería de navidad, en golpear una pelota o en la fama televisiva gratuita, el Edén a través del que materializar todos los deseos.
En la familia del madrileño barrio de Maravillas (precisamente) protagonista del filme, convive todo el espectro social franquista: el anciano padre es guardia urbano, un hombre débil y bebedor que da rienda suelta a las frustraciones de su trabajo en su vida doméstica, incluso con la mano larga; la madre es una abnegada ama de casa, trabajadora y anónima, el pilar que soporta la estructura familiar, y naturalmente, multiplicada, el país entero; el hijo es un antiguo seminarista que no llegó a ordenarse, y que pasa el día rezando y leyendo los textos sagrados en busca de indulgencia para los muchísimos pecados familiares; las dos hermanas, casi podría decirse las dos Españas, Eloísa (Lina Canalejas) y Luisa (Gemma Cuervo), se odian cordialmente, se envidian vorazmente, viven una vida en abierta competencia por el ascenso social más rápido: la primera, antigua Miss Maravillas (curiosa aparición de este certamen) coronada por un callado enamorado, un aspirante a dramaturgo que vive en el mismo edificio (Agustín González), pudo usar su belleza y su atractivo físico, pero, sometida a la moral imperante, se contentó con su marido, Faustino (Fernando Fernán Gómez), camarero, mal trabajador, que busca obsesivamente enriquecerse haciendo quinielas de fútbol, con sus hijos y con la perpetuación del papel de madre abnegada durante otra generación, mientras odia a su hermana porque sí ha intentado aprovechar la oportunidad que ella rechazó; esta, Luisa, utiliza sus atractivos para seducir hombres maduros que le proporcionan las comodidades materiales a las que aspira, primero ahogada por la vergüenza en que eso surge a la familia, que sin embargo se reconduce cuando esas comodidades se van extendiendo a todos ellos (el anillo de oro del padre, el reloj de la madre), salvo a Eloísa y los suyos. Sin embargo, Luisa vive en un vacío de amor, cambiando constantemente de amantes a los que engaña y manipula hasta extremos casi inhumanos para obtener sus fines.
El panorama sociológico del filme se completa con un espectro de secundarios que representa igualmente el catálogo de miserias de una existencia hipócrita y desencantada: el jefe de Faustino, que tolera sus faltas de puntualidad y su indisciplina con los clientes o con el dinero, así como sus obsesiones quinielísticas y futboleras, porque con ello aspira asegurarse el afecto -y mucho más- de Eloísa, a la que desea; los parroquianos del bar, que no cesan de hostigar a Faustino con bromas sexuales sobre su mujer; los amantes de Luisa, ricos empresarios o altos funcionarios que se conducen en su vida pública del brazo de su querida mientras sus esposas ejercen de respetables madres católicas en sus hogares; los padres de las hermanas, cuyas tragaderas morales cambian en función del provecho material que obtienen… Sólo el personaje de Fernando Guillén, el único ser íntegro y de buen corazón dispuesto a amar a Luisa, y que precisamente por esto es rechazado, y el personaje del autor que interpreta Agustín González, hombre de letras y esmerada educación, hacen de contrapunto a un grupo de personajes que, como la mayoría del país, poseen una moral de oídas, las letras justas para ir tirando y poco o nada de espíritu crítico, de autoestima o de principios morales propios.
A las virtudes de fondo se une la perfección en la forma. Fernán Gómez realiza una película de excelente pulso narrativo, de ritmo reposado sacudido por una atmósfera crispada y por momentos casi terrorífica, que incluye monólogos interiores explícitos (ambas hermanas y su personaje, Faustino, que expresan en off sus frustraciones y sus locos proyectos para superar sus limitaciones), el uso puntual de flashbacks (la magistral recreación, por ejemplo, de la vida familiar de Luisa desde niña, en la secuencia en la que sube corriendo la escalera en su primera visita a su antiguo hogar después de su marcha al piso que le ha puesto su amante), y el empleo de fórmulas del cine documental para retratar de manera desnuda y próxima la vida cotidiana del barrio. Si bien el propio guionista, protagonista, productor y director echaba en falta al juzgar su película un mayor acierto a la hora de combinar los distintos puntos de vista de la historia, de estructurar el cambio de perspectiva en la narración y de equilibrio entre sus personajes a la hora de actuar como hilos conductores del argumento, El mundo sigue es una obra mayor, un título capital recién redescubierto dentro del cine español en general y de los años sesenta en particular y, junto a El extraño viaje (1965), conforma una imprescindible dupla cinematográfica para el acercamiento y la comprensión de la vida en la sociedad española, de entonces y de ahora, así como dos de las cimas en la dirección cinematográfica de esa figura imperecedera de la cultura española que es Fernando Fernán Gómez.