Nuestra vida se va marcando por las cosas que nos pasan. A veces estas cosas son buenas, otras no lo son tanto y algunas nos pueden llegar a desgarrar por dentro, aunque por fuera sigamos pareciendo muy enteros.
Estar vivos implica correr riesgos como la enfermedad, la pérdida de los seres más queridos, el fracaso en aquello que emprendemos, el desamor, la soledad, la ruina económica o la propia muerte, que tarde o temprano, nos acaba alcanzando a todos por mucho que pretendamos ignorarla o engañarla. No hay cosmética ni cirugía estética lo suficientemente eficaces como para evitarla. Los años están ahí, aunque nos empeñemos en contarlos haciéndonos trampas al solitario y el desgaste, aunque no se vea bajo las capas de tantos retoques, nos acaba minando por dentro porque la biología es imparable.
Pero vivir también implica sorpresas agradables y aprender cada día acerca de nosotros mismos y de los demás. Es precisamente esa oportunidad constante de maravillarnos con nuevos descubrimientos, ya sean en forma de conocimientos o en forma de experiencias que recordaremos el resto de nuestras vidas, la que hace que nos merezca mucho la pena seguir vivos o por lo menos intentarlo.
Ante la pérdida de un ser querido nunca falta quien nos recuerde aquello de que “el tiempo lo cura todo”. Y, en ese delicado momento en que nos encontramos, en que la pena lo inunda todo y nuestra mente no está para otra cosa que no sea negar lo sucedido a base de sumirse en un sueño inducido por el dolor, nos resulta imposible creer en la veracidad del mensaje de ánimo que intentan transmitirnos con esa frase hecha. Tal vez porque sabemos, por experiencia de pérdidas anteriores, que los muertos se mueren para siempre, pues ninguno regresa. Y que nada volverá a ser como antes.
Aprender a vivir con la ausencia de alguien que ha sido fundamental en nuestras vidas es una de las peores sentencias con las que nos puede condenar la vida.
Imagen encontrada en Pixabay
En Sinaptando no acostumbro a hablar en primera persona, pero hoy quiero hacer una excepción, dado que el tema me toca de lleno. Estos primeros días de enero se han cumplido cuarenta años de la muerte de mi padre, un ser de luz a quien la vida se le empezó a apagar a los treinta y un años. Vivió hasta los cuarenta, pero envuelto en sombras que no le permitieron volver a ser la persona que había sido. La última vez que le vi fue un 31 de diciembre, cuando una ambulancia vino a buscarle a casa para llevarle al hospital. Pasó tres días en coma inducido y ya no volvió a despertarse. Yo no había cumplido aún los catorce años, pero de alguna manera intuía y temía ese fatal desenlace. Cuando una de mis hermanas entró en casa y me dio la noticia el mundo se derrumbó bajo mis pies. Perder a mi padre, a mi amigo, a mi maestro... era lo peor que me podía pasar en aquel momento.
Recuerdo los días que sucedieron a su muerte como los más difíciles de toda mi vida, porque en los dos últimos años, mi padre se había convertido en mi referente y sin él me sentía incapaz de seguir viviendo en un mundo que no me gustaba, porque no lo entendía y no tenía ningún interés en aprender a entenderlo. Recuerdo, también, que en esas noches recé por última vez, pidiéndole a un Dios en el que aún no había dejado de creer que no me dejase despertarme al día siguiente. Pero cada día despertaba y tenía que sumirme en la realidad de un mundo en el que mi padre ya no estaba. Y nunca me sentí más sola ni más frágil.
En verdad no estaba sola. Tenía a mi madre, tenía a mis dos hermanas, tenía a mis abuelos, a mis tíos, a mis muchos primos. Pero no era capaz de conectar con ninguno de ellos. Sólo veía mi dolor e ignoraba el suyo. Tal vez fue la época de mi vida en que fui más egoísta y menos empática. Y me consta que causé mucho dolor a muchas personas que me querían y especialmente a mi madre. El duelo por la muerte de mi padre me duró casi cuatro años. Cuatro años en que viví encerrada en mí misma y en mi dolor, de espaldas al mundo y a los demás. Había dejado de estudiar a los catorce, apenas tenía amigos, salvo los que había hecho por carta a partir de los dieciséis, y sólo salía de casa cuando tenía algún trabajo de temporada. Fue en uno de esos trabajos donde empecé a relacionarme con gente nueva que consiguió descubrirme realidades que, por primera vez en mucho tiempo, me motivaron lo suficiente como para querer intentar entender el mundo. Gracias a ese nuevo interés y al apoyo incondicional que me ofrecían mis amigos en sus cartas, conseguí salir de mi propio pozo y empecé a enfrentarme cara a cara con la vida.
Cuarenta años después sigo sin entender el mundo, pero he comprendido que a los catorce años no huía de él, sino de mí misma. De mi fragilidad, de mis miedos, de mi ignorancia. El mundo es demasiado grande para que nos quedemos con una sola versión de él. Tiene tantas versiones como personas intentamos abarcar su complejidad. Y esas versiones están construidas a partir de la imagen que tenemos de nosotros mismos. Si no nos gusta lo que vemos fuera, sólo es cuestión de plantearnos si de verdad nos gusta lo que escondemos dentro de nuestra mente.
Me pasé la adolescencia escribiendo la palabra LIBERTAD en todas partes. Incluso llegué a bordarla con letras blancas en una mantelería. Mi madre me decía a menudo: “cualquiera diría que vives en una cárcel”. Yo me sentía en una cárcel, y estaba convencida de que esa cárcel era la vida que me estaba tocando vivir, la vida a la que estaban destinadas muchas chicas de mi edad en los inicios de los años ochenta, que pasaba por estudiar, trabajar, encontrar pareja estable, casarse y tener hijos. Una vida que yo no quería para mí, pero contra la que tampoco hacía nada. Sólo perder el tiempo en mis divagaciones. Muchos años después, un día entendí que mi única cárcel había sido mi propia mente y que mis únicos límites me los había estado poniendo yo misma.
Entender la vida, entender la muerte o entender la libertad no es cuestión de tiempo. El tiempo, de por sí, no cambia nada, sólo nos cambia a nosotros de aspecto. Lo que acaba obrando el milagro del cambio, en realidad, es la perspectiva que nos da el tiempo.
Un mismo hecho, analizado en el momento que pasa, nos puede parecer una desgracia insoportable. Pero, años después, todo lo que hemos vivido desde entonces, nos puede dotar de los recursos mentales que antes no habíamos tenido y que nos permitirán interpretarlo de un modo que nos haga menos daño y que nos ayude a cerrar heridas, aunque las cicatrices permanezcan visibles para siempre.
En muchos de esos cuarenta años transcurridos desde la muerte de mi padre, muchas veces me he engañado a mí misma pensando en cómo habría sido nuestra relación de haber seguido él con vida. No me daba cuenta de que, tal como estaba la salud de mi padre, si no hubiese muerto en el momento en que lo hizo, lo habría hecho poco después. Su cuerpo se había deteriorado tanto a causa de los psicofármacos que tomaba, de lo mucho que fumaba y de su inactividad, que habría sido un milagro que pudiese sobrevivir mucho más tiempo del que vivió.
Uno de mis amigos siempre decía que “vivir no es un deseo, sino un destino”. Creo que discrepo bastante de esa idea, pues aunque alguien demuestre que es verdad eso de que todos tenemos el destino escrito desde que nacemos, yo prefiero creer que es la voluntad la que mueve montañas y que, por tanto, el deseo de vivir es el que nos mueve a seguir aquí, intentando entender el mundo y conformándonos con tratar de entendernos a nosotros mismos.
Mi padre, del modo en que yo le veo ahora, ya hacía mucho tiempo que había dejado de sentir ese deseo de vivir y ya no se maravillaba descubriendo realidades nuevas. Empezamos a morir en el momento en que dejamos de soñar.
La realidad es la que es para cada uno, con sus luces y sus sombras, pero no podemos culparla de no ajustarse a nuestro ideal de lo que debería ser la vida. Vivir de espaldas al mundo y a los demás nunca es una solución saludable, tal vez sólo sea el principio del caos. Cierto es que a veces uno ha de tocar fondo para darse cuenta de su error y poder salir a flote con la ilusión de empezar de cero. Pero hay quien no lo consigue y se queda para siempre en el fondo de su pozo particular y, por consiguiente, también en la memoria de los que tendrán que habituarse a convivir con su ausencia.
Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749
A mi padre, un ser de luz que se perdió entre sus sombras.
A mi madre, un ser excepcional que siempre ha sabido brillar en la luz y en la oscuridad.