Revista Cultura y Ocio
Sobre la piedra cúbica, y con suavidad, hace el novísimo Compañero el primer trabajo de su nuevo grado. Ya dejó el desbaste de la piedra bruta. Se cierra un ciclo y se abre otro. Y como en todo ciclo se volverá a pasar por el necesario desbaste al que añadimos el pulido para construirnos en esa piedra que encaje en el muro común. Podría pensarse que el trabajo está acabado cuando se es recibido en el grado de Maestro. Ya se ha pulido la piedra hasta hacerla tan cúbica que se ajusta a la perfección con el resto, tan cúbicas como ella, y de medidas tan exactas e iguales que el encaje en el hueco reservado a ese nuevo Maestro es suave, como el de las piezas en el molde del que salieron. Hay una cierta satisfacción táctil en ese juego de “tapar” el hueco de la obra, como cuando azulejamos una pared y al llegar a una esquina la pieza es perfecta, no tenemos ni que recortarla, se desliza tan perfectamente en el hueco que hasta sobra el cemento. Qué satisfacción entonces. Nos alejamos un poco y miramos el trabajo: Todas las piezas encajan. Hemos trabajado bien.
Dicen los que dicen saber de esto (de obras), pero de oficio corto, que las mejores formas para alicatar o enlosar son el triángulo, el cuadrado y el exágono, y sólo consigo mismos, que mezclarlos es complicado y no hay manera de hacer nada que luzca. Hay que desperdiciar mucho material, lleva mucho trabajo y al final sólo consigues una chapuza. Construir un muro con piezas que midan distinto una de otra es la pesadilla de los malos albañiles. No hay manera de que les casen las piezas. Lo fácil es usar piezas estándar, todas de las mismas medidas, sea el formato métrico, catalán o cualquier otro, para que el aparejo y enjarje cuadren.
Así, con perfectas y cúbicas medidas se han construido majestuosos edificios, como El Escorial, pero también horrorosos, como los mamotretos soviéticos: austeros, cuadriculados, gigantescos. En los que el más mínimo adorno era un síntoma de desviacionismo pequeñoburgués, de funestas consecuencia para su autor.
Ambos -el imperial y el proletario- adolecen de calidez en sus formas. Aplastan los sentidos y los deseos. Los miras y sientes la soberbia de quienes mandaron construirlos. En modo alguno invitan a que entres en ellos para encontrar lo básico de una casa: el calor, la protección. Están hechos para causar admiración, miedo, transmitir el poder de su dueño, la grandeza de su vida… En definitiva para que lo adores: A él y a su obra. Y si te sobrepones a esa inmensidad de piedras cúbicas, de ventanas y puertas -todas iguales-, lo que te transmiten es aburrimiento. Un soberano aburrimiento en sus líneas, colores, formas, volúmenes. Todo es anodino y gris. Todo es idéntico a sí mismo. Una repetición de las mismas cosas lo mires por donde lo mires. Imposible encontrar una diferencia.
Ciertamente, construir con piedras cúbicas, de medidas estandarizadas, permite una construcción rápida donde cada piedra encaja fácilmente y es indiferente que se coloque más arriba o más a la derecha. Da igual. No se requiere ningún esfuerzo mental para elegir cual pongo antes o en qué sitio. Sus ángulos son iguales a los de cualquier otra de las piedras: Monocordes.
Pero no todas las obras hermosas se han levantado con piedras cúbicas. Iguales entre sí. Hay otras construcciones, con otras piedras, que ajustan tanto como las cúbicas, pero que requieren más trabajo de ajuste, cierto, como es el caso del muro de Cuzco.
La multiplicidad de ángulos no le resta fuerza ni belleza al conjunto y nos habla de la sabiduría de sus constructores para trabajar y aprovechar las virtudes de todas sus piedras. Colocándolas allí donde mejor encajan y son más útiles a la obra común.
Así, de esta forma, somos las personas: diferentes. Cada uno con su opinión, su experiencia, su dedicación, su compromiso. Sin que las diferencias tengan que ser vistas como agresiones ni crear incomodidades, sino que se tomen como aportaciones que enriquecen y apoyan a las de otros. Buscar piedras cúbicas exactas es anular la riqueza de la variabilidad humana. Trasladar el simbolismo de la “piedra cúbica” a la uniformidad de criterios, de creencias, de comportamientos es perder de vista uno de los objetivos de la masonería: unir lo disperso.
En la masonería “liberal” se tiene a gala la apertura y aceptación de todas las ideas, creencias o no, filosofías, ideologías… por dispares que sean, basta que el proponente de ellas sea “libre y de buenas costumbres” -con todo lo que esa fórmula encierra de librepensamiento, respeto y tolerancia-, por contraposición a lo que la masonería “regular” tiene como norma de sólo admitir entre sus miembros a creyentes… y hombres. Y esta diferencia entre una y otra concepción de la masonería no hace que las “piedras cúbicas” de la “liberal” o “regular” sean mejor o peor, sino diferentes. La única dificultad, a mi entender, es que en la “regular” se pierde la riqueza de enfoques por sexos, filosofías, ideologías… algo que también puede ocurrir en la “liberal” si las “piedras cúbicas” que se van poniendo en la obra, por las razones que sean, se quieren “idénticas” a las ya existentes en creencias, opiniones, ideologías; dándose, entonces, un sesgo que empobrece la diversidad de criterios…
Antoine de Saint-Exupery entendía la diversidad de opiniones como una virtud tan importante en la construcción personal como masón, que declaraba: “Si tu difieres de mí, hermano mío, lejos de herirme, me enriqueces.”
Ricardo