Nunca he asistido a la ceremonia de colocación de la primera piedra de un edificio. He hecho bastantes, e incluso algunos públicos, que son los que más se prestan a algo así, pero no se ha dado el caso.
En ese rito solemne se reúnen los agentes que van a llevar a cabo el milagro de la construcción, y en un hoyo practicado a tal efecto reciben con mortero o similar la supuesta primera piedra del edificio (es mentira: no tiene nada que ver con este y se quedará enterrada ahí, desvinculada de la obra)(1) . La autoridad representante de la propiedad deposita junto a la piedra unas monedas, un periódico del día y algún otro objeto simbólico como testimonio del tiempo en que eso se construyó, para que se pueda saber en un futuro lejano, cuando a alguien le dé por hurgar en el hoyo.
En la novela La arquitectriz(2) Plautilla Bricci, su narradora y protagonista, cuenta la emoción, la responsabilidad y el miedo que sintió al poner la primera piedra de la Villa Benedetta ("El Bajel"), proyectada por ella en la colina del Janículo de Roma. Entre los objetos simbólicos que entierran se encuentra una placa de plomo grabada con un texto.
La arquitectriz dice que le habría gustado que este fuera una maldición para quien osase profanar el edificio: "Maldito sea hasta la centésima generación quien toque una piedra de esta villa de las delicias...", pero en lugar de eso eran unas frases breves, en latín, bastante anodinas y circunspectas.
Sigue diciendo que para esas placas los propietarios solían recurrir a un poeta de fama, aunque los versos que componía no iban a ser leídos jamás por nadie. "A menos que la obra que se construirá encima no se derrumbe, debido a un terremoto, un corrimiento de tierras o un error de cálculo del arquitecto, o termine siendo demolida, por haberse desmoronado o porque el cambio de gusto la deje anticuada y ridícula a la vista, algo que, obviamente, no desean ni quien escribe esas palabras ni quien ha hecho el encargo de escribirlas. Debe de haber cientos, miles, debajo de cada casa. Una antología de epígrafes que nunca verán la luz mientras Roma exista".
Plautilla, durante la ceremonia, reza mentalmente: "Señor, que no haya calculado mal [...], haz que salga fuerte y hermosa, bendice esta casa para que dure", y yo creo que ese sería un bello y sentido texto para la placa secreta, para esa placa que no leerá nadie jamás a no ser que la villa termine fracasando.
Se me ocurre que ahora no sería para nosotros una mala costumbre escribir algo, ya sea en una placa de plomo o en una hojita de papel, y dejarla caer con disimulo en los cimientos de los edificios que proyectemos. ¿Qué podríamos escribir? Os invito a que participéis dejando un comentario con el texto que se os ocurra.
Yo, por mi parte, recuerdo aquellos proyectos antiguos (no tanto) cuyas memorias apenas tenían diez páginas, y no los varios cientos que ahora tienen, y que, no obstante su exigüidad, tenían cabida para un par de párrafos dedicados a exponer brevemente las intenciones del proyecto, sus ideas de partida, sus objetivos. Ahora los miles de artículos y de disposiciones normativas no nos dejan ni ganas de explicar el primer aliento de todo ese tocho.
¿Por qué no hacerlo constar? ¿Por qué no confesar en un texto secreto nuestros propósitos y nuestros hallazgos, o nuestros fracasos y nuestras decepciones? ¿Por qué no celebrar en una placa la fértil relación con los clientes, auspiciando el éxito de la feliz obra? ¿O denunciar y maldecir sus racanerías desahogándonos al explicar qué quisimos, qué ideamos y cómo y por qué no fuimos capaces de llevarlo a cabo en un buen proyecto? ¿Por qué no usar la placa para ajustar cuentas, o para manifestar gratitud, o para gritar de impotencia, o para presumir de pericia?
¿Por qué no explicar serenamente por qué diseñamos ese edificio precisamente así, qué pretendimos con ello y que deseábamos que ocurriera en sus espacios? ¿Por qué no hablarles directamente a los dioses del destino? ¿Por qué no desafiarlos arrogantemente con nuestra obra, con un "ahí queda eso"?
Podríamos escribir lo que quisiéramos, sin miedo ni hipocresía, sin falsa modestia ni ganas de agradar. Al fin y al cabo sería una placa que no leería nadie, a menos que el edificio colapsara o fuera derribado, en cuyo caso qué más nos daría ya todo.
Al menos quedaría claro, décadas o siglos después, o nunca, que esa obra fue pensada y diseñada por una persona llena de anhelos y, sobre todo, de temores.
Al final de la novela citada se nos dice que la Villa Benedetta ("El Bajel") fue destruida en una de tantas innumerables guerras, y en su solar se construyó la Villa Medici (una de tantas villas Medici), que aún se mantiene en pie.
Se nos cuenta que la placa secreta no apareció al hacer la nueva construcción, y que aún permanece bajo tierra, pero, por suerte, el poeta y abogado que compuso los versos que se grabaron en ella, Carlo Cartari, los anotó en su diario, y este sí ha aparecido en uno de esos inconcebibles archivos llenos de legajos.
De manera que al final sí se sabe qué pone en la placa, que aunque se siga escondiendo ha sido traicionada por el diario de un poeta-leguleyo (o un abogado-poetastro, tanto monta) que no supo ser discreto ni estarse quietecito.
Yo os prometo que si alguna vez hago este blog de pago les facilitaré ese texto a mis suscriptores premium.
(Ah, y no viene en la novela).
En estos tiempos anodinos y descreídos, tediosos y ordenancistas, lo que se ha impuesto, en vez de la placa secreta, expositora y guardiana de anhelos y temores, ha sido el Libro del edificio. Ay, Señor, Señor.
(2) .- La ficha bibliográfica del libro es:
(Trad. cast. de Xavier González Rovira,
Anagrama, Barcelona, 2022, pp.605).