Revista Cultura y Ocio
Si el Alzheimer hubiera existido cuando se escribieron las Sagradas Escrituras, entre las grandes plagas que sufrió el pueblo egipcio habría destacado ésta por encima de las langostas, la sangre, las ranas, los mosquitos, las úlceras, el granizo de fuego y hielo –que ya tiene que ser jodido, ya, quemar y helar a la vez– o incluso la oscuridad.
Porque sí, el Alzheimer es, en cierto modo, una forma de oscuridad, una tiniebla perenne, unas nubes espesas y extremadamente grises, pero, siendo lo tenebroso algo estremecedor, que suele desagradar a no ser que presumas de gótico, se me antoja aún peor que todo eso.
El Alzheimer es una plaga: afecta a más de 26 millones de personas en todo el mundo y, lejos de ponerle coto, los científicos no hacen sino constatar que su progresión sigue imparable. Geométrica, incluso. Caprichosamente fértil.
Ignoro cómo se descubre. A menudo frivolizamos diciendo "Qué mal estoy del Alzheimer" cuando olvidamos algo que íbamos a decir, o dónde hemos puesto el boli, o cuál era el sexto elemento de la lista de la compra –de la de los reyes godos ya ni hablamos–. Pero no tenemos ni idea del infierno que supone ser verdaderos objetivos de este parásito neuronal.
Se te cuela en el cerebro, se apropia de tus recuerdos, y tiene el descaro y la mala hostia de hacer que, en ocasiones, puedas tener un amago de cordura, un fogonazo de memoria, para que no se te olvide que un día no muy lejano –o sí, tú ya no lo sabes– era tu cabeza quien regía tu vida y no ese señor alemán de cuyo nombre ya no te acuerdas porque has olvidado incluso el tuyo. Porque no sabes dónde naciste, ni quién es esta señora que te mira tan amorosamente y te enseña la foto de unos niños a los que se supone que conoces, y mucho, porque te dice que los cogiste en brazos en el hospital, que les cambiaste los pañales, que les diste biberones, que hiciste con ellos los deberes, que les llevaste al fútbol, que les ayudaste en la Universidad, que les prestaste tu hombro cuando tuvieron mal de amores...
Te llevan al médico y te dice tres palabras. "Bicicleta, cuchara, manzana". Muy facilito. Indurain, Adriá, Blancanieves. Tienes que recordarlas y repetirlas en unos minutos. Está chupado. Tus reglas mnemotécnicas no te han fallado nunca. Pero entonces, cuando la doctora –¿cómo se llamaba? ¿Es la misma de todas las semanas?– te dice que cuáles eran las tres palabras mágicas, no sabes si decir "Abracadabra, Ábrete Sésamo" o "Bendito sea Dios", porque no, no lo recuerdas, y lo peor de todo es la impotencia de saber que en otro momento de tu vida las habrías recordado, esas tres palabritas y el teorema de Pitágoras, pero que, ahora que lo piensas, ni siquiera serías capaz de decir en qué colegio estudiaste.
Esta escena ha podido suceder hoy, o quizá suceda mañana, o puede que no suceda nunca, o que lo haga todos los días: candidatos hay, y seguirá habiendo. Si no es este guión, será otro. Lo que nunca faltarán serán las tres palabras. "Bicicleta, cuchara, manzana".
Es la tríada mágica –o perversa, según se mire– que da título al documental sobre la lucha de Pasqual Maragall –ex president de la Generalitat de Cataluña y ex alcalde de Barcelona– contra el Alzheimer. La cinta, que aúna los testimonios científicos con la visión más tierna del político despojado del halo que otorga el poder y revestido del cariño de la familia y los amigos, se estrena en el próximo Festival de San Sebastián.
Promete, y mucho, no sólo por el mensaje, la ternura y la dureza, sino también por la firma: su director es Carles Bosch, director de Balseros, un documental por el que estuvo nominado al Oscar en 2004.
Ayer hicimos este vídeo en laSexta Noticias y quiero compartirlo con vosotros.