¿Sirve para algo la oposición en una democracia? Pensemos bien la respuesta a esa pregunta. Obviamente, me refiero a su utilidad en las instituciones en las que está presente, bien sean Parlamentos, Plenos de Ayuntamientos u otras asambleas similares. Dejo fuera de la cuestión la posible labor que, al margen de dichos órganos, puedan realizar para concienciar o difundir sus postulados a la ciudadanía, para convencerla e intentar lograr más apoyos en las sucesivas convocatorias electorales. En teoría, la respuesta debería ser afirmativa. Según los manuales de Derecho Constitucional y Ciencia Política, la oposición tiene gran importancia en lo referente al control de la labor del Gobierno y, en general, en la participación en la actividad parlamentaria, sobre todo en cuanto a la presentación de enmiendas a la elaboración de las normas.
Sin embargo, la práctica se encarga de matizar y difuminar a la teoría, puesto que tiende a simplificar la función política para transformarla en una mera cuestión aritmética. La férrea disciplina de partido -esa que obliga a todos los miembros a votar lo mismo- y, por derivación, la votación en bloque de cada grupo, terminan por diluir lo que doctrinalmente se considera un elemento fundamental de las democracias, hasta reducirlo a un asunto meramente residual, sin importancia y carente de relevancia práctica. Ya sea porque el Ejecutivo cuente con la mayoría absoluta de la asamblea de la que recibe el apoyo, ya sea porque, aun siendo simple, se torne en absoluta tras pactar con otras formaciones, lo habitual es que la oposición se vea arrinconada en virtud de esa suma numérica y que cualquier actividad que emprenda resulte estéril y sin eficacia alguna.
Nadie duda de que, en democracia, contar con una mayoría amplia supone una ventaja ni de que, cuando se trata de sacar adelante las decisiones gubernamentales basadas en los programas con los que cada formación se presentó ante el electorado, dicha conclusión es lógica y hasta defendible. Sin embargo, la misma conclusión se vuelve grotesca y obscena cuando se esgrime la mayoría para entorpecer y torpedear la simple participación de la oposición en el debate político. Ejemplos como negar la creación de una comisión de investigación, imponer un proyecto de ley por el trámite de urgencia recortando la deliberación y la intervención de las minorías en el mismo, o negar la introducción de sus propuestas en el orden del día de las reuniones son más que frecuentes. En estos últimos supuestos, la mera conversión de la democracia en una fórmula matemática según la cual la mayoría se imponga sistemáticamente con la única intención de anular a las minorías, es un verdadero fraude al espíritu democrático.
Sin ir más lejos, en estas últimas semanas hemos asistido a una serie de decisiones del Parlamento andaluz por las que la mayoría que sustenta al gobierno de esa Comunidad (PSOE y Ciudadanos) se niega reiteradamente a tramitar las propuestas de los demás partidos (Podemos y PP). No es ya que se oponga a aprobarlas, sino que ni tan siquiera permite debatirlas. Es más, obran de ese modo pese a la existencia de un informe del Letrado Mayor de la Cámara andaluza en el que se afirma que la dilación injustificada o el ninguneo de las proposiciones de los grupos minoritarios son jurídicamente inadmisibles y pueden llevar aparejadas responsabilidades ante los Tribunales.
Idéntico patrón de conducta puede observarse en algunas decisiones de las Cortes Generales, con mayoría absoluta del Partido Popular o de otras Asambleas. No es, pues, una cuestión ideológica sino una forma perversa de entender el ejercicio del poder.
Otra prueba de que, por sí sola, la mayoría no legitima cualquier decisión. Otra evidencia de que, por sí misma, la mayoría no convierte en correctas las resoluciones adoptadas. Otra demostración de que reducir el ejercicio de la política a la mera aplicación de una fórmula matemática es caricaturizar el propio concepto de democracia.