El artículo del Wall Street Journal que La Nación recomendó ayer y antes de ayer evoca la cobertura que algunos periodistas extranjeros le dedicaron a la sorpresiva muerte de Néstor Kirchner, y que consistió en replicar partes de notas publicadas por Clarín y por el diario que fundó Bartolomé Mitre (el análisis de Mediapart fue una de las pocas excepciones a la regla). De hecho, aunque nada indica que el WSJ le haya asignado una corresponsalía en Buenos Aires, Mary Anastasia O’Grady parece haber elaborado su nota con la misma metodología que privilegia la reedición de material ya mediatizado.
Este fenómeno de reciclaje se parece al que tan bien describió (aquí y aquí) el amigo Rinconete respecto de Wikileaks. En el caso que nos ocupa, los medios extranjeros se retroalimentan con el material provisto por los medios nacionales; luego los medios nacionales rescatan/destacan las notas de los “prestigiosos” medios extranjeros cuya mirada neutra (la imparcialidad garantizada por la ventaja de observar desde afuera y de analizar sin la pasión de quienes estamos adentro) confirma la objetividad del periodismo local que además se dice apolítico, independiente, profesional.
Quizás lo más inquietante de esta práctica es que los corresponsales rara vez mencionan las fuentes periodísticas autóctonas. En general, el lector detecta coincidencias porque el ejercicio de reedición es obvio (en cambio, cuando el idioma es otro, la traducción disimula un poco la mera transcripción).
Supongamos que, sobre todo en los países de realidad compleja, ningún profesional extranjero puede estar a la altura de un colega nativo. Admitamos entonces que la sección “Internacional” o “Exterior” de un diario hace bien en nutrirse de información y análisis provistos por profesionales nacidos, criados y formados en esas otras naciones que despiertan interés mediático.
Ante esta decisión editorial, los corresponsales harían bien en -además de citar fuentes- diversificarlas y presentarlas para que el lector compare y eventualmente contraste versiones de una misma realidad. De esta manera, reducirían los riesgos de distorsión (recordemos lo sucedido con el tratamiento de la prensa francesa a las denuncias de fraude electoral en Irán).
Más allá de la sintonía ideológica que pueda tener con tal o cual cronista/columnista/medio local (esta empatía parece inevitable), un buen corresponsal extranjero debería buscar datos y asomarse a realidades por fuera del recorte mediático autóctono. De no poder hacerlo, queda la alternativa de remitirse a las fuentes con un mínimo de honestidad intelectual.
En contra de esta premisa básica, la mencionada O’Grady enumera supuestas verdades respaldadas por tres agentes tan imprecisos como unívocos: “observadores” (en “pocos observadores aquí confían…”), “una escuela de pensamiento” y “estudiosos del pasado de Argentina”.
Sin dudas, la proliferación de artículos como el de The Wall Street Journal que recomienda La Nación advierten sobre la precarización de la figura del corresponsal extranjero (o del especialista en actualidad internacional), cuyo trabajo parece reducirse a la reedición de notas que a su vez replican contenido de elaboración rudimentaria. Acaso éste sea otro síntoma de un periodismo enfermo de serialidad, pensamiento único y pereza mental.