Si acuden estos días a una librería, probablemente verán una colección de cajas llenas de libros repartidas por el suelo. Incluso en algún mostrador. No se asusten: no van a invadirles las letras. Al menos no esas. Son las devoluciones, esa palabra maldita que temen todos los editores (y en especial los pequeños, que son quienes producen lo justito para que se venda y ven desplomarse sus cuentas cuando reciben cajas y cajas de libros devueltos).
Cada principio de año es igual: repaso a las mesas de novedades y hachazo sin piedad a los títulos de autores desconocidos, de editoriales independientes, de pequeñas joyas, quizá (otras, es verdad, no tanto. Ni siquiera un poco), que perderán para siempre su oportunidad de que alguien pueda cogerlas, enamorarse de ellas y pasar así por caja, aunque sea por impulso compulsivo. Hay que hacer sitio a lo que viene, que es mucho, y en especial a los títulos de las grandes (Planeta, Alfaguara y cía.), que copan mesas y mesas con sus nuevas grandes apuestas (y otras no tan grandes, que son el peaje que tienen que pagar los libreros por vender los títulos que todos quieren) y condenan al ostracismo a plumas ignotas y pequeños sellos que solo piden una oportunidad.
Quizá el problema sea que se publica mucho (76.206 títulos editados en 2010). Mucho más de lo que se vende. Y sobre todo ahora que los Reyes (los Magos, se entiende) se han puesto modernos y han regalado ebooks a espuertas. Bien mirado, un libro electrónico es, junto a los grandes clásicos, el único que no caduca. Y todo porque no ocupa espacio (físico). El resto son páginas que, según nacen, tienen un cortísimo plazo de tiempo para asumir su muerte prematura: les dan tres o cuatro meses. Seis, con suerte. Para entonces, lo que no se haya vendido habrá que tirarlo.
Y, teniendo en cuenta que, al margen del selecto grupo de los títulos que publican las editoriales grandes, los libros solo se promocionan por el boca a boca, ¿qué tipo de fenómeno literario tendríamos que ser para que en seis meses toda España hablase de nosotros y se lanzase en masa a las librerías a pedir nuestra obra?
Ah, se me olvidaba. Cuando ese potencial lector llegue a la librería es más que probable que nuestro libro ni siquiera esté. Tendrá que encargarlo. Las distribuidoras (que son las que cortan el bacalao en el mundillo) prefieren colocar bien los títulos de las grandes. Son ingresos seguros. Y hay pocos valientes dispuestos a asumir la prima de riesgo del mercado literario.
[Publicado en Diariocritico.com]