Golden rule
No me va a tocar a mí pontificar sobre la primera regla, referido a la primera menstruación, por más que haya leído y atendido a docenas de adolescentes en esa circunstancia biológica y también social. No he tenido, ni muy probablemente vaya a tener, una posibilidad de experimentarlo personalmente. No me veo legitimado como tampoco veo a algunos coleguillas varones emperrados en explicar la lactancia materna a las mujeres. En una profesión gradual y mayoritariamente feminizada parece prudente dejar los zapatos a cada zapatera.
La primera regla es la regla de oro. Ese principio ético de todas las religiones y doctrinas que viene a decir que—en positivo—trates a los demás como tu quisieras ser tratado, o que—en negativo—no quieras para los demás lo que no quieras para ti.
Se me quejan unos cuantos enseñantes—el último eufemismo para los maestros—profesionales de la educación, que este elemental principio no parece arraigado entre el alumnado. Cómo alumnos, y no precisamente de los primeros cursos de la educación formal, muestran una ignorancia o un distanciamiento con algo tan elemental. Los maestros entienden que esto debería formar parte de un acervo cultural más elemental, en el ámbito de la familia y el entorno próximo. Y no es así.
Que la regla de oro aparezca relatada desde la más remota antigüedad, ya sea las Tablas de Moisés o el papiro de “El campesino elocuente” que data de 1970 años b.C. y de dónde muy bien pudo Moisés tomar la idea, debería ser suficiente para haberla visto permear hasta Sócrates y Platón, Confucio, Jesús de Nazaret, Mahoma o los Cuáqueros de George Fox, y llegar a nuestros escolares por alguna vía más natural.
Las actitudes egoístas, insolidarias, broncas o incluso delictivas predominan sobre algunos principios que deberían ser elementales. Mal lo tenemos si nuestros niños no tienen claro que en este mundo estamos todos juntos y que nos debemos los unos a los otros.
Desde el ámbito clínico, en el que los contactos son fugaces, puede resultar difícil constatar estas deficiencias y, probablemente, aún menos poder ofrecer remedios. Pero si nos hacemos conscientes de su existencia, puede bastar incluir una breve pregunta en el curso de una exploración o evaluación de salud para hacer evidente una falta de sensibilidad hacia los semejantes. Y eso es clínica, porque y al menos para mi, la insolidaridad egoísta entra dentro del ámbito de los defectos de salud mental.
X. Allué (Editor)