Revista Cultura y Ocio

LA PROVIDENCIA, por Estefanía Farias Martínez – Arte de Jean-Henri Maisonneuve

Publicado el 20 enero 2015 por Javier Flores Letelier

Desde niño, el clero, en todas sus manifestaciones, le perseguía y acosaba. A los nueve años no le permitieron resistirse más, y se vio abocado a confirmar su pertenencia a las filas de la comunidad católica, apostólica y romana. El penoso trámite de la comunión se puso en marcha. Tuvo que asistir a duras sesiones de concienciación cristiana, amenizadas por los rifirrafes, en los bancos traseros de la sacristía, con aquella morena de curvas incipientes y ojos dañinos. Desde el primer día usó todo tipo de estrategias para captar su atención y optó por destrozarle las espinillas a patadas, por lo menos así ella le miraba, le insultaba y se las devolvía. Una relación intensa que opacó tanta enseñanza necesaria para su ingreso efectivo en la comunidad de creyentes. Su imagen de chico peligroso sufrió el revés más aterrador cuando su madre le obligó a embutirse en un odioso traje de marinerito azul. Ella, su morena, iba fantástica con aquel vestido blanco que la apretaba tanto, haciendo evidente lo que él adivinaba y daba forma en su imaginación. No dejó de mirarla toda la misa y cuando le tocó recibir la hostia casi le arranca el dedo al cura de un mordisco. La bofetada resonó hasta en la calle, atestada de padres que entre cigarrillo y cigarrillo, sumidos en enérgicas discusiones sobre fútbol y política, esperaban pacientemente a que el sacrificio fuera consumado. Al día siguiente, como muestra de profundo fervor, Alberto asistió a la misa en latín de las 8 de la mañana y allí mismo, ante la imponente fachada de la catedral, se prometió no volver a pisar una iglesia.

Dos años más tarde abandonó el colegio de curas al que asistía desde que iniciara su vida escolar. Sus padres había considerado necesario agasajar a su hijo con aquella educación rígida, inflexible y obsoleta. El objetivo: el primogénito de la familia habría de convertirse en un hombre de bien, al estilo más clásico, acatando los principios fundamentales de las buenas costumbres. Sin embargo, la disposición materna cambió de forma radical tras cierto incidente en el que estuvo involucrado el padre Ángel. Un cura partidario de los métodos tradicionales que llevaba a las últimas consecuencias ¨La letra con sangre entra¨, su lema preferido. Alberto, de pie junto a su madre, sangraba profusamente del oído derecho, a causa de una caricia con la mano abierta del padre Ángel. El cura, enfundado en su sotana negra de tela áspera y recia, se limitó a entregar al niño porque sus aullidos dificultaban el discurrir habitual de la clase. Una visita a urgencias, la confirmación por parte del facultativo de la pérdida total de audición en ese oído, debida a una perforación del tímpano, y de vuelta al colegio inmediatamente. Se produjo una agria discusión entre su madre y el Padre Ángel. El carácter impasible del cura no aplacó a la dama, totalmente iracunda, profundamente consternada y desencantada con la institución. No hubo disculpas, sólo una salida honrosa para evitar escándalos porque una agresión, por muy educativa que pudiera resultar, no dejaba de serlo si presentaba secuelas. La salida de aquel colegio fue por la puerta trasera, callados y sin replicar. A cambio les consiguieron una plaza en un colegio de monjas mixto. Le recibirían inmediatamente dado que apenas habían transcurrido tres meses de curso.

En enero desembarcó en La Consolación. La portera, un esponjoso cancerbero entrenado, les retuvo en la entrada hasta ver aparecer por el pasillo a la madre Elvira; no era la directora pero sí la figura visible en casos como el de él; la que se encargaba de los descarriados. Lo primero que impactó a Alberto fueron sus manos, largas, con dedos muy delgados y llenas de venas abultadas como tuberías de subsuelo visibles a través de una fina capa de arena. La tez pajiza y la mirada de rapaz hambrienta que creía adivinar tras aquellas gafas cuadradas le inquietaron. El vibrato rápido y constante que se producía en su voz, al intentar adoptar un tono meloso y amable, le recordó al silbido de una serpiente a punto de apresar a su víctima. Su mirada suplicante, al girar la cabeza para despedirse de su madre, no obtuvo el efecto deseado; le abandonaba otra vez. Como el día que el padre Ángel le recibió en la puerta del colegio La Providencia. Era principios de febrero, el traslado de la familia había retrasado el comienzo de su escolarización obligatoria, pero la insondable amabilidad del director del colegio le permitió obtener una plaza en el centro. Nada más ver el rostro severo de aquel cura, un augurio nefasto le oprimió el pecho, aquellos escalones le conducirían a una muerte segura. La impresión le impidió manifestar su profundo entusiasmo. La mano cuarteada, gélida, apoyada en su hombro, no contribuyó a reforzar su ánimo. Cuando su madre se dio la vuelta y se fue, dejándole con aquel hombre, se abandonó a sus empujones secos y entrecortados para hacerle avanzar hacia el interior. Sin voluntad para resistirse. Consciente de que le habían jodido la vida. En esta ocasión volvió a internarse por unos oscuros corredores, los de La Consolación, siguiendo a la Madre Elvira, desconociendo lo que le esperaba. Ella le presentó al grupo nada más entrar al aula y le hizo tomar asiento en un pupitre que permanecía vacío por ausencia continuada de la dueña. A su espalda un gigante mohíno, delante una niña desafiante. Fueron los únicos que mostraron algún interés por el recién llegado. La madre Elvira, desde el estrado, le observaba mientras daba su lección sobre la influencia perniciosa del diablo en la inocencia y las tentaciones a las que los hombres se veían sometidos por las necesidades del cuerpo. Reconocía el discurso, años oyéndolo de los curas, aunque por la forma en que aquella mujer le miraba (no sólo a él, sino también a los otro cuatro varones que permanecían callados y expectantes entre la multitud de crías ruidosas) se sentía como parte de la especie enemiga; un divertido cambio después de haber integrado el sexo débil arrastrado por las tentaciones, durante su etapa en La Providencia.

Unos meses más tarde aparecieron los problemas. La actitud de algunas de las niñas hacia el hijo del carpintero y hacia él (porque al gigante, al enano y al del carnicero ni les miraban) fue despertando la desconfianza de la monja. Que sólo se tratara de empujones, risas, carreras, patadas y ataques fulminantes con la punta del compás era lo de menos. Los gestos obvios, el excesivo interés mostrado fueron suficientes para que la Madre Elvira dedujera las posibles consecuencias de aquellas manifestaciones tempranas del impulso sexual. Contactó a las madres de los afectados y expuso con lujo de detalles sus sospechas. Más de una salió de la reunión estallando en carcajadas, pero la de Alberto no. Tuvo con él una conversación de tanteo, intentando averiguar de qué trataban las acusaciones de la monja. Después de media hora de preguntas sin respuesta concluyó que su hijo aún no tenía ese tipo de obsesiones. No estaba cegado por la lujuria como decía su tutora. Y cegado no, algo interesado si. Una de sus compañeras le traía loco. Tenía un buen cuerpo, era coqueta y no muy guapa; ¨a los once son más las curvas que la cara¨ le decía el gigante ¨la cara es para después, lo importante es tocar carne¨ y él lo consiguió, en el cumpleaños de la susodicha, unas semanas más tarde, un juego inocente en un parque a oscuras, un tropezón involuntario, bien fingido, y sus manos pudieron apreciar aquellas codiciadas protuberancias; sólo fue un instante, más por timidez propia que por rechazo de la afectada; sin embargo, le arruinó el momento pensar en la cara de la madre Elvira, observándole en la oscuridad, amenazándole con el fuego del infierno. Se veía a sí mismo retorciéndose, achicharrándose, gritando desesperado, y dejó allí a la niña para volver a casa a rezar.

Tres años de tormento a manos de esa monja hasta conseguir el graduado escolar, y cuando por fin se sintió liberado, a punto de ingresar en bachillerato, sus padres le explicaron que la única forma que tenía de seguir estudiando era convertirse en seminarista. Tenía que elegir: o una educación gratuita y de buen nivel, haciendo ese sacrificio, o ser un bruto para toda la vida, quedarse encerrado en aquella pedanía y acabar trabajando como una mula en el campo. No lo pensó demasiado y a los 14 ingresó en las filas de las nuevas vocaciones.

El padre Eleocadio, de pie, vistiendo una sotana negra impoluta, con las manos a la espalda y un rosario de madera entre los dedos recibió a la horda de adolescentes dispuestos a ser domesticados; movía la cabeza de un lado a otro y fruncía los labios lamentándose por el rebaño que había caído en sus manos. Les fue inspeccionando como a potros en feria de ganado y ninguno consiguió un gesto de aprobación y eso antes formularles preguntas sencillas sobre su vocación. Las hizo de forma aleatoria, tampoco quería escucharlos a todos, y encontró respuestas ensayadas y bajadas de cabeza acompañadas por un ¨no se¨. Un trámite innecesario al que estaba obligado. ¿A quien le importaba si tenían vocación o no?, de los 30 nuevos apenas dos o tres llegarían a algo. Tenían aspecto de desgraciados, falsos y mentirosos, sólo buscaban una educación gratuita, de nada servía que en las reuniones él planteara la posibilidad de hacer una selección; el obispado los aceptaba a todos esperando pescar a alguno y había que darles comida y casa durante tres años. Eso no era cosa suya pero el que tenía que intentar que parecieran personas era él y era un trabajo infame.

Aquel cura altivo, que les observaba con desprecio como si fueran ratas de alcantarilla invadiendo su territorio, fue guiándoles por los estrechos corredores, distribuyéndolos en las habitaciones, les dio media hora para ordenar sus cosas y bajar al comedor para la cena; con voz firme insistió en que llegaran puntuales si no querían pasar hambre la primera noche, y desapareció tras cerrar la puerta de la última habitación. Alberto encontró en la suya a dos chicos de segundo año, le recibieron entre bromas y fueron muy amables. No entendía como podían estar tan contentos, para él aquello era entrar en una cárcel pero sus compañeros de celda tenían un ánimo bien diferente. La cena fue un asco -que mal cocinaban los curas- y las camas eran duras y tiesas -esos querían joderles de entrada-. Al terminar les habían avisado de que les despertarían a las 7 porque tenían que llegar a misa de ocho en la catedral antes de ir a clase. Lo de madrugar le daba igual; aunque, empezar el día de esa manera, le parecía una tortura innecesaria.

Al día siguiente entendió el entusiasmo de sus compañeros de habitación; de camino a misa tenían que bajar una cuesta pronunciada y antes de darse cuenta estaban rodeados por todas las chicas que iban en dirección al otro instituto del pueblo. Ellas sabían quienes eran, 30 chicos moviéndose en grupo eran fáciles de distinguir. Algunas les ignoraban, otras les miraban de reojo y establecían categorías. Sus compañeros destacaban del conjunto. El primero por su porte de atleta, cara de inocente y ojos de serpiente; el segundo por sus andares de marques, un rostro casi perfecto y ojos cálidos. Fue obvio que acapararon todas las miradas. Y eso fue sólo el primer día. Una semana más tarde las más valientes se acercaron y se interesaron por ellos. Dos semanas después ellos ya se movían entre ellas con naturalidad. Por las noches, en la habitación, comentaban sus avances y Alberto escuchaba. Pero ellos eran generosos o se encontraron con un grupo en el que les sobraba una chica, así que le invitaron a acompañarles el primer fin de semana que pasó en el seminario. La cita era en un antro oscuro y él estaba muy nervioso. Cuando las chicas llegaron, ellos, sentados a la mesa, con las copas servidas, pidieron tres vinos para ablandarlas. No pasaron ni diez minutos antes del baile de lenguas, lo abrió el marqués y el atleta se lanzó, la chica que le tocaba a él le esquivaba la mirada pero cerró los ojos y al foso. Sin embargo, cuando uno de ellos quiso usar las manos, todo se acabó, como una piña las tres reaccionaron y les dejaron allí.

A él no le volvieron a invitar; ellos siguieron intentándolo y con las siguientes les fue mucho mejor. Le divertía escuchar las excusas que les daban cuando las chicas se ponían muy intensas -todas esperaban que cambiaran a la iglesia por ellas-, entonces sí sacaban la vocación a relucir, sólo había sido un momento de debilidad, se habían sentido tentados aunque estaban obligados a luchar contra esos impulsos. Ellas les entendían y pasaban a otra. Siguieron usando esa táctica durante los años que estuvieron con él. Al terminar el bachillerato los dos desaparecieron. Él se quedó, presionado por los ojos suplicantes de su madre, profundamente emocionada por la idea de que su primogénito ingresara en el seno de la iglesia. Durante aquellos 14 años de estudios vio llegar a muchos, y sentía una envidia malsana cuando les veía abandonar. Él no podía. Lo más gratificante en todos aquellos años fue el tiempo, siendo diácono ya, que ayudaba en una parroquia con muy pocos feligreses, asiduos del confesionario y la misa de 12. El mismo día que se ordenó, tumbado en el suelo de la catedral, rezó implorando que un tornado barriera el pueblo entero pero sus plegarias no dieron fruto como siempre, a él el de arriba no le escuchaba.

Su familia, sin ser proclives a acudir a la iglesia (probablemente tan sólo lo hicieron con motivo de su comunión, de la de su hermano, de su ordenación y en alguna ocasión especial más), mantenía intensos vínculos con el clero. Su madre, una beata no practicante confesa, sentía verdadera devoción por las monjas. Su afición procedía de su más tierna infancia. Fue educada por las Madres Mercedarias, en un ilustre colegio frecuentado por la nobleza desde su fundación, cien años atrás; señoritas de buena familia encargadas de enseñar los valores y buenas costumbres, imprescindibles para las próximas generaciones de damas nobles. La impresión que dejaron en ella fue magnífica y más tarde se acrecentó durante su periplo por tierras brasileras, de la mano de su marido. Permanecieron allí poco tiempo, pero tuvo la oportunidad de conocer a un reducido grupo de misioneras que desempeñaban una encomiable labor en un pueblo minero. De regreso a España inició una estrecha relación con la casa madre de dicha congregación.

La experiencia de su hermano con las monjas tuvo otro cariz. Durante la ausencia de Alberto, sufrió una profunda decepción cuando el amor de su vida, su musa, -por aquel entonces tenía la firme intención de ser escritor-, le informó de su ingreso como novicia en un convento de clausura. No era una vocación firme, pero se sentía muy atraída por la idea de alejarse del mundo y recluirse en aquel lugar. Él, paciente y enamorado, le prometió esperarla el tiempo que hiciera falta, incluso la acompañó hasta la puerta el día que ella ingresó en las Clarisas. Tres meses después ella abandonó el convento y se fue a Estados Unidos. En una carta larga y sincera le explicó que su verdadera intención al entrar al convento era muy diferente a la que le expuso en un primer momento, no quería que la detuviera y por eso le mintió. El edificio era del s.XVI y, a pesar de haber sufrido un par de incendios en el s.XVII y a principios del XX, conservaba su estructura original. Como nadie había entrado nunca y la única forma de hacerlo era convirtiéndose en novicia, su curiosidad por conocer el interior del lugar era cada vez mayor. Había tenido oportunidad de entrar en contacto con ellas porque después de la misa del gallo abrían la sala de visitas para promocionar sus especialidades, dulces artesanos y bordados. Aunque ellas se autoabastecían de su propia huerta y el obispado pagaba los gastos básicos siempre necesitaban algo de dinero para las reparaciones más urgentes que precisaba el edificio. Las únicas que salían a recibir a las visitas, tras una reja de madera, eran dos ancianitas muy delgadas, de rostro enjuto y gesto agradable. Aquellas monjas eran de las pobres, trabajaban y rezaban de sol a sol y hacía años que no probaban la carne, muy frugales ellas. La más joven debía rondar los cincuenta, porque allí no había llegado una novicia en años. Así que el día que su musa se presentó en el convento diciendo que creía tener vocación pero necesitaba aislarse del mundo para estar segura, la aceptaron con los brazos abiertos. Habían ingresado antes de los 20 o más o menos a esa edad y no habían vuelto a tener contacto con nadie más que su familia, muy de vez en cuando, y a través de una reja. El mundo se había parado para aquellas mujeres hacía mucho tiempo, así que la llegada de su musa supuso una verdadera revolución. La sonsacaban continuamente, querían que les contara cosas del exterior y ella les daba la información con cuenta gotas. Lo de pasarse horas en silencio rezando tampoco la importaba. Allí todas arrimaban el hombro para trabajar en la huerta, amplia y muy exigente. Hacía poco habían empezado a salir por turnos a hacer recados para el convento, sobre todo a vender sus dulces y las pobres se llevaban cada susto en las salidas. Ella las acompañaba y amortiguaba la impresión dándoles explicaciones cuidadosas o convirtiendo todo en bromas. Aquel inmenso edificio antiguo se estaba convirtiendo en una ruina por la falta de cuidados; los techos se hundían, grietas profundas dejaban las paredes malheridas, los artesonados se desvencijaban; además, el frío y la humedad habían provocado que algunas de ellas, las más débiles, padecieran de reumatismo. Pero aquellas mujeres aguantaban estoicamente las terribles condiciones en que vivían. Después de pasar tres meses con ellas su musa confesó sentirse una hipócrita, las había engañado para arrebatarles los secretos del artesonado que permanecía oculto de miradas ajenas, recluido en el seno del convento por siglos. La culpa le hizo abandonar su empresa. Les dijo que aún tenía asuntos por resolver antes de despedirse del mundo y se fue. No podía quedarse en el pueblo tampoco y cuando le ofrecieron irse a estudiar a Estados Unidos le pareció la mejor idea. Su hermano guardó la carta profundamente decepcionado, no decía una palabra de él. Fue entonces cuando olvidó su idea de convertirse en escritor, sin musa no tenía sentido.

Precisamente, cuando ella acababa de entrar al convento y su hermano estaba convencido de que aquella especie peligrosa quería arrebatársela con subterfugios y lavados de cerebro, tuvo lugar el capítulo de la congregación de las misioneras, las elecciones a madre general, y habían recibido la llamada para acudir al evento, siempre invitaban a su madre y ella iba porque tenia la oportunidad de saludar a alguna de las misioneras brasileras; veían a España en representación de sus compañeras, una fortuna que se les concedía cada seis años. Su padre, harto de monjas, le mandó a él a acompañarla. Fue toda una revelación. Llegaron a las tres de la tarde como habían convenido con la Madre asunción. Ella les esperaba en la entrada, al pie de la escalinata y les acompañó al interior del edificio. Nunca había estado allí y le impresionó el suelo de mármol, imitando un tablero de ajedrez, en contraste con lo frío y austero del ambiente general y lo sobrecargado de las paredes; las cortinas púrpuras, gruesas, como las de la casa de Escarlata O´hara; los cuadros de tamaño natural de la madre fundadora que sin ser de gran calidad sí parecía que la buena mujer les observaba. Luego vino la peregrinación por los pasillos hasta llegar a la segunda casa, la de las jubiladas y los invitados, allí las más jóvenes atendían las necesidades de las ancianas. Con toda naturalidad la madre asunción les explicaba que aquellas mujeres venían a morir allí y él esquivaba las miradas vacías de muchas de ellas. Por fin llegaron al jardín. Allí estaba Isabel, una monja menuda, demacrada, de voz cantarina que se deshizo en besos y abrazos con ambos. Era la misionera brasilera de la que tanto hablaba su madre. Amable, simpática y con su saquito de regalos. Unos tapetes de croché, unas semillas de cacao, unos llaveros y una sonrisa fascinante. Media hora de conversación a solas y la aparición de la madre general que con su sola presencia la apartó a un lado. Isabel quedó oculta entre los troncos de los naranjos que adornaban el jardín mientras aquel dirigible satisfecho y rozagante, con ojos minúsculos tomaba la palabra. Arrogante y orgullosa pretendía mostrarles las novedades que habían incorporado a la casa madre. En un rincón del jardín un pozo redondo tapiado con una inscripción tallada en la piedra y la sonrisa cruasán que precedió a la gran noticia: en el fondo del pozo descansaba el osario de la fundadora. Su hermano petrificado, su madre siguiéndole la corriente a la monja. La idea de que hubiera un cuerpo allí le parecía macabra pero la otra, tan orgullosa, que cualquiera decía nada. La siguiente novedad era un museo dedicado a la fundadora. Dos habitaciones forradas de vitrinas con todo tipo de objetos que pertenecieron a aquella mujer del siglo pasado, una bacina incluida, muy instruida la monjita y entre risitas explicó que era el orinal de la señora; todas las cosas que uno se podía imaginar que jamás pondrían en una exposición estaban allí, además de los habituales elementos de tocador, espejos, fotos, recuerdos varios, pañuelos. Y para terminar la visita un mapa que ocupaba toda una pared y mostraba, con banderitas, la expansión de la congregación, como si estuvieran emprendiendo la creación de un imperio. La artífice de semejante aberración revoloteaba a su alrededor, pegajosa como una polilla, una mujer insignificante con rostro de roedor y unas gafas de pasta desmesuradas; tenía sus ojos puestos en el capítulo, se postulaba como vicaria, segunda de a bordo. La que buscaba obtener el premio gordo era una brasilera de talla grande, con buenos contactos y una red de seguidoras bastante efectiva. Todo lo liberal que podía ser una monja intentando convencer a la vieja guardia. Hábil y zalamera pero con las ideas muy claras y objetivos precisos. El capítulo duraba dos días y los movimientos de unas y otras se adivinaban en los gestos, los corros, las actitudes, había varias contrincantes y la tensión se mascaba en el aire. Pocas habían saltado al ruedo político; las más destacadas eran la brasilera y una española de buena familia, estilo antiguo, conservadora y anclada en las tradiciones. Lo que más le llamó la atención a su hermano fue la diferencia de aspecto entre las misioneras y las españolas; las primeras, espectros, sacrificadas, humildes y amables; las segundas, orondas, arrogantes, exigentes y condescendientes. Dedicarse sólo a la oración las alimentaba bien el cuerpo y les dejaba el espíritu famélico.

Durante el tiempo que Alberto permaneció en la ciudad, estudiando magisterio, sus mayores alicientes fueron las cartas de su hermano y los flirteos de Jessica, la dependienta de la tienda de abastos que estaba al final de la calle. Él vivía rodeado de curas, iba a facultad por las mañanas con varios de ellos y volvía cada tarde a encerrarse en la residencia, a rezar, estudiar y maldecir la hora que entro en el gremio. Más de una tarde o algún fin de semana se acercaba a ver Jessica con la excusa de comprar cualquier cosa; sus caídas de ojos, sus miradas intensas, sus piropos en voz baja eran un estímulo. Vista de cerca no era bocado apetecible para cualquiera: una cara picasiana, nariz prominente, desorientada, labios imperceptibles, ojos abultados, piel de estraza y un bigote fino, bien delimitado. Del cuerpo sólo contempló lo que el mostrador y aquellas camisetas que lucía descarada le permitían, por lo resquebrajado del escote y el descenso paulatino de sus ambiciones, rondaba los cuarenta y muchos. Durante dos años se dejó seducir y el último se consumó la tentación; no fue una escena inolvidable pero es lo que tiene el hambre, todo le sirve. Jamás volvió a la tienda después de aquel episodio y unos meses más tarde, con la carrera terminada y la virginidad perdida, a los 31, volvió al pueblo.

Entró a dar clases de religión en La Consolación. Ahora tenían instituto y sus alumnas eran chicas de 16 años sobre todo y desde el primer día no pudo evitar fijarse en Alejandra. Demasiado bien hecha para parecer una niña, un cuerpo torneado con abundancia de todo, unos ojos verdes que destilaban lascivia y una forma de contonearse que dificultaba sus esfuerzos por resistirse a sus encantos. Ella disfrutaba de sus miradas, se humedecía los labios y le sonreía. Poco a poco la chica empezó a buscarle en las pausas, pidiéndole consejo, contándole problemas hipotéticos; él sabía que estaba mintiendo, aún así la escuchaba porque tenerla cerca era una experiencia memorable y el olor de su perfume le perseguía durante todo el día. Convencido de que aquella pantomima sólo tenía como objetivo desequilibrarle, intentó alejarse, rechazar sus acercamientos. Pero Alejandra tenía la firme intención de seducir al cura jovencito al que le temblaban las piernas, y eso complicó la situación. Los padres solicitaron al colegio una asesoría espiritual para la niña, con la esperanza de que mejorara en algo su carácter rebelde y desafiante. Se estableció un régimen de visitas a la parroquia para que Alberto se encargara de tan difícil caso. Desde el momento en que le informaron de sus nuevas obligaciones supo que iba a tener problemas. La primera sesión fue tranquila aunque los ojos de Alejandra le dejaron trastornado, sólo podía pensar en fornicar con ella allí mismo en la sacristía, o en la parroquia, sobre el suelo frío, sobre los bancos, dentro del confesionario, su imaginación estaba desatada. Sólo unas duchas de agua helada le consiguieron calmar. Se repetía a si mismo que era cura y ella una niña, no servía de nada. Era en primavera y Alejandra disfrutaba luciendo piernas, a los 16 ya no llevaban uniforme y la libertad de atuendo era una tortura para él. En la siguiente sesión todo se descontroló. Ella apareció con una falda corta de vuelo y una camiseta escotada muy pegada, maquillada como una mujer adulta y desfilando sobre unos tacones de aguja. Entró al confesionario y esperó a que ella se arrodillara en uno de los compartimentos laterales, pero Alejandra abrió la puerta y se acercó a él, insinuante y decidida. Nunca tuvo vocación pero ese día ni se acordó de que era cura. Fue el mejor polvo de su vida y el último porque ella exhibió su trofeo haciendo pública la debilidad del joven padre, provocando que le echaran del colegio y le desterraran a un pueblo de costa con un alto índice de marginalidad. El obispado consiguió que la chica fuera a estudiar a la capital con una beca especial, asegurándose de que mantenía la boca cerrada. Aún así los padres intentaron conseguir que Alberto fuera expulsado aunque todo se solucionó con la promesa de imponerle el castigo adecuado a su falta, y mantenerlo bajo un estricto control para evitar desviaciones futuras. Y vaya que si le castigaron. La parroquia a donde le mandaron estaba en un barrio infame, impartía clases en un colegio lleno de carne de presidio que con el paso de los años no defraudó sus expectativas. Vivía bajo constante vigilancia pero nunca pensó en irse, llevaba tantos años dentro de la maquinaria, o sólo era cobardía, él mismo no lo sabía. Se confesaba todas las semanas, se arrepentía de sus pecados sin mencionar a Jessica, no hacia falta. Ya tenía bastante con el escarnio al que le sometían por una, además, por lo menos había merecido la pena.

 
Sobre la autora

Estefanía Farias Martínez. Nacida en 1970 en Cartagena, España. Doctora en Filología Árabe por la Universidad de Granada. Colaboradora de las revistas digitales peruanas Limagris y Revista Contra Estudio, la hispano-argentina Periódico Irreverentes, la argentina Los omniscientes y la mejicana Jus Revista Digital. Actualmente está preparando un libro de relatos.


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