El modo en que las pruebas y dificultades de la vida fortalecen nuestra fe.
“La fe no probada puede ser una fe genuina, pero es, sin duda, una fe débil, y probablemente mientras esté sin pruebas ha de permanecer enana.
La fe nunca prospera más que cuando todas las cosas le son contrarias: las tormentas son sus entrenadores y los relámpagos son sus iluminadores.
Cuando en el mar reina calma, extiende como quieras las velas, la nave no marchará hacia su puerto, pues en un mar dormido la quilla duerme también. Deja que los vientos soplen furiosamente y que las aguas se agiten, pues es así como el barco podrá llegar al puerto deseado, aunque se balancee de un lado al otro, y aunque su cubierta se lave con las olas, y el mástil cruja bajo la presión de las infladas velas.
Ninguna flor tiene un azul tan hermoso como las que crecen al pie de los helados ventisqueros. Ninguna estrella brilla más que las que fulguran en el cielo polar; ninguna agua tiene un gusto más agradable que la que corre por el desierto de arena, y ninguna fe es tan preciosa como la que vive y triunfa en la adversidad.
La fe probada trae experiencia. Si no hubieses estado obligado a pasar por los ríos, no habrías creído en tu debilidad; si no hubieses sido sostenido en medio de las aguas, nunca habrías conocido la potencia de Dios. La fe cuanto más se ejercita en la tribulación, más crece en firmeza, en seguridad y en intensidad. La fe es preciosa, y su prueba es preciosa también”.