El concepto de pena no es un concepto jurídico, sino un concepto político. Este punto es capital. El defecto de las teorías corrientes en tal materia consiste justamente en el error de considerar la pena como una consecuencia de derecho lógicamente fundada (…) Quien procure el fundamento jurídico de la pena debe también procurar, si es que ya no lo encontró, el fundamento jurídico de la guerra.
Tobias Barreto, Brasil, 1886.
Las palabras del fundador de la escuela jurídica de Recife cierra el fascículo 15 de La cuestión criminal, dedicado a distintos autores (entre ellos Sigmund Freud, Herbert Marcuse y Réné Girard) que buscaron explicar la condición destructiva del ser humano. Como este “abolicionista de la esclavitud que encargaba libros a Alemania y los masticaba solitario en el interior del estado de Pernambuco” se les adelantó de alguna manera, Espectadores lo destaca antes de presentar la síntesis de una nueva entrega de la colección a cargo del Dr. Eugenio Raúl Zaffaroni y sus colaboradores.
Planteamos la cuestión criminal y nos damos cuenta de su inserción en un mundo donde importan poco las muertes masivas y no masivas, y donde quienes ejercen el poder nos enroscan la víbora para que nos cuidemos de los ladrones mientras ellos venden armas al por mayor. En este contexto no podemos eludir el tema de la agresividad humana ni dejar de preguntarnos por su posible raíz última en la civilización.
En el siglo XX muchos se preguntaron por esto, en particular desde la psicología y más a partir de Sigmund Freud, personaje bastante perturbador para sus contemporáneos. Entre las molestias causadas, figura el haberse remontado hasta la etnología, o sea más allá –antes– de la Historia para explicar la destructividad humana. De este modo, el padre del psicoanálisis ubicó el terreno donde debía buscarse la respuesta.
En El malestar en la cultura (1930), don Sigmund afirma que la cultura reprime las pulsiones agresivas mediante un control interno instalado en el super-yo que no las elimina, sino que las mantiene en el inconsciente, donde pugnan por aflorar. Esto produce primero culpa y luego la necesidad de procurar la punición como compensación.
Para Freud, la reacción social punitiva no cumpliría la función de eliminar ni prevenir la criminalidad, sino aquélla de proporcionar satisfacción a la demanda de punición inconsciente del propio infractor. Por eso, cuando una persona se abstiene de agredir a otra sólo porque una fuerza exterior se lo impide (cuando dice “no le rompo la cara porque voy en cana”), no hay mala conciencia. En realidad ésta aparece cuando la autoridad está internalizada, o sea, cuando forma parte del yo.
Conforme a esta tesis, Freud criticaba la pena de muerte pues, lejos de constituir un elemento disuasorio, supone una ocasión de máxima expiación, una suerte de suicidio con complicidad de la justicia estatal. Si bien esta hipótesis deslegitima la racionalidad del poder punitivo, por otro lado explicaría su resistencia y permanencia.
En su raíz última, las masacres serían una suerte de precio civilizatorio, al parecer no muy evitable. Freud expresó esta idea en la respuesta –bastante pesimista– a la propuesta pacifista de Albert Einstein en 1932.
Saltando a lo social, el autor de La interpretación de los sueños sostenía la existencia de un super-yo cultural, cuya función consiste en eliminar el mayor obstáculo de la cultura: la tendencia constitucional de los humanos a agredirse mutuamente. En este sentido afirmaba que era irrealizable el mandato de amar al prójimo como a uno mismo, y lanzó la hipótesis de que, quizás en la imposible realización del super-yo cultural, se halle el origen de una neurosis colectiva, concepto que abrió un espacio de discusión formidable.
Freud concluía que el destino de la especie humana depende del grado en que la cultura enfrente las perturbaciones de la vida colectiva emanadas del instinto de agresión y autodestrucción. En síntesis, todo dependerá de cómo nos arreglemos con nuestras pulsiones de vida (Eros) y muerte (Tánatos).
La gama de reacciones a la tesis de la neurosis colectiva es enorme y no puedo siquiera mencionar a todos los que opinaron inteligentemente, por lo que elijo señalar sólo a dos autores: Herbert Marcuse y Norman O. Brown.
En los años ’50 y ’60, Marcuse admitía que el ello regido por el principio del placer y sin contención destruiría todo. No obstante, sostuvo que Freud confundió la necesidad de represión que impone el orden biológico con la condicionada social o históricamente, que en la actualidad demanda una “sobre-represión” innecesaria para el sostenimiento de la civilización. En otras palabras, no se necesita tanta represión para sostener la civilización.
Esta sobre-represión innecesaria (o exceso de represión) no respondería al principio de realidad, sino al llamado “principio del rendimiento”, que en la civilización actual privilegia la competencia, el crecimiento, la expansión, que hace que todo lo que no se considere útil se proclame como perverso o nocivo.
Contemporáneo de Marcuse, Brown negaba la existencia de un exceso represivo, y en cambio sostenía que la fuente de la neurosis civilizatoria radica directamente en hacerle perder al niño su condición “polimorfa” (es decir salvaje, perversa, incivilizada).
Brown saltó de lo individual a lo social y concluyó que la sociedad misma es neurótica, que la historia humana es la de una neurosis masiva, y que el psicoanálisis jamás podrá curar a los individuos, salvo que consiga cambiar radicalmente la sociedad cuya estructura neurótica refleja el propio individuo.
Para Brown, el signo neurótico se traduce en una búsqueda indefinida de bienes, de poder y de saber (en tanto otra forma de acumular poder). A este respecto las características morbosas de la sociedad moderna no lo son en cuanto al conocimiento en sí, sino a los esquemas que rigen la búsqueda del conocimiento, cuya meta es la dominación de los objetos.
Mientras para Freud la represión del polimorfismo era una necesidad de todo proceso civilizatorio, para Brown es la causa de la neurosis civilizatoria.
Como dijimos, Freud ubicó correctamente la pregunta sobre la destructividad humana en el campo de la etnología. Para entrar un poco en esa materia, creo necesario mencionar a René Girard, filósofo francés dedicado a la investigación de la violencia en las sociedades primitivas y autor de la teoría de la mímesis, luego aplicada a la civilización actual.
Girard aporta una tesis dinámica cuando afirma que en la sociedad se genera una tensión que en cierto momento se traduce en violencia difusa, porque todos van queriendo las mismas cosas, en función de una rivalidad mimética. Entendamos que esta tensión no se genera por lo necesario para sobrevivir (porque el otro come y yo no y tengo hambre), sino porque el otro come caviar y toma champagne y yo también quiero comer y tomar eso.
Girard explica que los grupos comienzan mirándose y terminan imitándose y deseando lo mismo. Pero a medida que la violencia aumenta, los objetos deseados pueden pasar a segundo plano e incluso olvidarse, momento en que se pasa de la mímesis de apropiación a la mímesis de antagonismo (en una de ésas, nunca me gustó el caviar y prefiero el semillón al champagne).
Así se llega a la violencia colectiva: se vierte sangre que reclama más sangre (venganza) en una escalada de violencia esencial que sólo cesa cuando se canaliza en una víctima expiatoria, cuyo sacrificio resulta milagroso, pues interrumpe de inmediato la violencia destructora. En general se requiere que la víctima sea extraña, pero no del todo diferente, por lo que puede desplazarse incluso a animales (antes domesticados para acercarse al humano).
Justamente porque no es del todo diferente, la víctima elegida puede encarnar el mal de toda la sociedad, canalizar la venganza de todos sus integrantes, sin importar si es culpable o inocente.
Girard es terminante al considerar que el poder punitivo formalizado en la civilización actual tiene por función intentar canalizar racionalmente la venganza. “Si nuestro sistema nos parece más racional –escribe– es porque está más estrechamente conformado con el principio de la venganza”.
“La insistencia sobre la punición del culpable no tiene otro significado”, explica a continuación. “En lugar de esforzarse por impedir la venganza, por moderarla, por eludirla, o por desviarla hacia un objeto secundario, como todos los procedimientos propiamente religiosos, el sistema judicial racionaliza la venganza, logra subdividirla y limitarla como mejor le parece; hace con ello una técnica limitadamente eficaz de curación y, secundariamente, de prevención de la violencia”.
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La versión completa de este fascículo se encuentra aquí.