Hoy puede ser un gran día o, al menos, eso se deduce de cómo ha empezado: escuchando a Esperanza Aguirre en la Asamblea de Madrid y acto seguido a Tomás Gómez en duelo singular de bajezas. Con este principio, el día iba a ir a mejor seguro, así que me he dado media vuelta para apagar el radio-despertador sin esperar esos necesarios segundos de reinicio del sistema. Click y silencio. Perfecto. Minutos más tarde, ya frente a una taza de café con leche han cruzado el comedor los sonidos de la caja negra del avión de Spanair siniestrado en Barajas hace cuatro años. “¡Vuélalo, vuélalo!” fue lo último que gritó el comandante al copiloto, sin éxito, ante la inminencia del desastre. Enfriar artificialmente con una bolsa de hielo un “heater inoperativo” para que entrara dentro de los parámetros recomendables para levantar el vuelo fue un parche, una chapuza, una improvisación para salir del paso en ese momento. Y no funcionó.
Los parches tapan los problemas, no los solucionan, creando una realidad de datos objetivos pero ficticios a poco que alguien se detenga a examinarlos. Y parece a simple vista que todo funciona, pero no es así. Tiempos de simulación, de Photoshop y retoque de una realidad que afea el mundo de Matrix donde se asientan, gritan y se atacan entre sí nuestros políticos, una realidad que impide a los Gobiernos instalados en la cultura del parche cumplir sus promesas electorales sin asumir responsabilidades ni dimitir por su falta de ética. Una realidad que se cruza a cada paso en las esquinas, en los contenedores, en las puertas de colegios inacabados o construidos a base de barracones efímeros, en las colas de los hospitales y en los comedores sociales. Una realidad que se parchea por esos políticos que viven en una realidad, parcheando que están ahí porque nosotros los elegimos y del mismo modo podemos no hacerlo la próxima vez y cuyos sueldos, dietas y complementos pagamos cada mes entre todos para que dejen de poner parches y arreglen el motor.