Facebook. La Red Social. La concepción del ser humano como producto. El muro como gaceta de nuestras vidas. El perfil como retrato calculado. El hombre de los mil y ningún amigo. Mark Zuckerberg. El creador. El Dios de un mundo sin valores, en el que todos competimos por la portada. Facebook es esa portada, una oportunidad de abandonar la soledad, y cambiarla por el epicentro de un universo en el que todos somos protagonistas. ¿Pero quién es Dios, se preguntan David Fincher y Aaron Sorkin en La Red Social?
El Dios de Facebook es brillante y complejo. Irritante, pero apasionante. Inteligente, pero maquiavélico. Rencoroso, aunque siempre desde el ingenio. Traidor y engreído, pero también genial. Ahondar en una mente así, imaginarla, concebirla, es algo por lo que ya había pasado David Fincher. Nadie sabía nada de Tyler Durden en El Club de la Lucha, de lo que pensaba Benjamin Button, de los motivos del asesino de Zodiac, o del desconcertante código de valores del fanático psicópata de Seven. Del mismo modo, poco conocemos -antes y después del visionado de la Red Social- del timón que mueve los pasos de Mark Zuckerberg. Fincher y Sorkin nos ofrecen sus versiones más inspiradas, y dibujan un retrato oscuro, opaco y complejo de una mente tan genial como alejada del patrón humano. Un tipo que parece capaz de medirse a cualquiera. Un semidiós, que ni entiende ni parece querer entender lo que pasa a su alrededor. Tal vez no lo necesite. Nos ha dado Facebook -cierto es que lo hace aprovechando una idea ajena, o traicionando a su mejor amigo-, para que nos entretengamos. Mientras, es posible que ya trabaje en un nuevo motivo para alcanzar la eternidad. Todos formamos parte de su telaraña. Sí, es cierto. Zuckerberg; el Zuckerberg de Fincher y Sorkin, es aterrador. Y eterno.
Muchos han comparado La Red Social con un mito del tamaño de Ciudadano Kane. Detengámonos en ello. Ambas tienen dos cosas en común: su condición de obra maestra, y el eco humano -descubierto al final- que mueve la aparente megalomanía de sus personajes. Podemos pensar que, más allá de los magistrales diálogos escritos por Sorkin, o del implacable pulso narrativo de Fincher, respira el alma de un niño malvado y desencantado llamado Mark Zuckerberg (Jesse Eisenberg, en un estimulante cambio de registro), incapaz de controlar la onda expansiva de su mente cuando ésta entra en efervescencia, pero también marcado por la humana necesidad de sentirse especial. ¿Se ha reencarnado Rosebud en un gesto tan mecánico y anhelante como la pulsión constante de la tecla F5?
¿Y qué hay de Facebook, preguntarán? ¿No iba de Facebook la película? Rotundamente, no. Cierto es que toca su creación y expansión, pero Facebook no es más que la excusa que utiliza Fincher para volver a hablar, como tantas veces en su trayectoria, de los fantasmas que mortifican a esta generación. Con Fincher, habíamos sido víctimas de un juego organizado (The Game), una generación de treintañeros criados por sus madres (El Club de la Lucha), espectros invisibles (Zodiac), y hasta niños que nacen viejos (El Curioso Caso de Benjamin Button). Hoy, nos redescubrimos en forma de pozos vacíos de valores.
La Red Social encumbra a David Fincher como lo que es: el Zuckerberg (entendido como líder y primero de su especie) de la generación que ahora mismo manda en Hollywood. La de los Aleksander Payne, Quentin Tarantino o Wes Anderson. Una generación que, como hicieron Coppola, Scorsese o Spielberg en su día, hace tiempo que encontró la forma de escribir un testamento: el de su propia época. Si algún día quieren saber cómo eramos en el año 2010, vean La Red Social. Es el mejor retrato que se me ocurre sobre la generación que tomó las riendas de la humanidad en los inicios del siglo XXI. No me pregunten si hay esperanza para nosotros. Supongo que los próximos capítulos los escribiremos en el muro de Facebook.