Desgranando la biografía humana individual de los seres que han habitado el mundo desde sus orígenes, se descubre habitualmente la inanidad más desoladora de una vida anónima. El sentido de todo se desvanece entonces, y la sensación de los que, todavía, mantenemos un atisbo de cierta conciencia universal comparece ante la insatisfactoria interrogación de lo permanente, de lo verdadero, de lo poderoso o de lo justificador. Partiendo de una existencia autoconsciente como es la humana el sentido del mundo se enfrenta ante el concepto de pasado, presente y porvenir. Es decir, que el tiempo es el concepto inventado por el ser humano más acorde para llegar a entender el ejercicio de la conciencia. La invalidez de lo poseído alguna vez se manifiesta claramente en el devenir azaroso del tiempo ineludible. ¿Cómo mantener algo que se desvanece imperceptiblemente cada vez que nos detenemos a considerarlo? El filósofo alemán Schopenhauer describiría el mundo con dos grandes y abstractos conceptos: la representación y la voluntad. Y así es. Se podrían corresponder con la energía (voluntad) y la creación (representación) universales. Son las únicas dos cosas, si lo pensamos bien, que existen en el mundo para poder llegar a entenderlo. Una, la voluntad, nos mantiene vivos, nos hace prosperar o descarrilar a veces; otra, la representación, nos justifica las cosas de la vida, nos hace identificarlas, nombrarlas, padecerlas o elogiarlas. Desde que Caín considerara que su voluntad era superior a la voluntad de otro hombre, el ser humano ha desarrollado una historia de evolución y de miseria. Por tanto, la voluntad, un ejercicio personal y universal (son dos versiones de una misma o parecida fuerza) de naturaleza desconocida, nos ha hecho existir ajustados a leyes o exigencias que anulan, en la mayoría de los casos, la conciencia personal de un sentido universal de todo lo existente. ¿Cómo descubriría el ser humano la forma de conciliar ambos elementos tan determinantes, la voluntad y el sentido abstracto universal?
La mitología fue la primera agrupación de conceptos abstractos que el ser humano utilizó para tratar de definir o describir un sentido con el mundo y del mundo. Esos conceptos abstractos eran ideas, invenciones del pensamiento que relacionaban cosas diferentes aportándoles algún sentido distinto. Eran representaciones, es decir, muestras físicas de algo que sólo, o la mayor parte de las veces, se encontraban en la mente humana, en el pensamiento más inspirador. Este pensamiento inspirador surgía, casi siempre, de una vaga sensación de malestar. Cuando el ser humano desarrolla un bienestar prolongado es, sin embargo, la voluntad la que prosperará frente a la representación. Una voluntad sin conciencia, determinada así por los sentidos satisfechos que, sólo, desean más y más satisfacción. No tiene sentido, entonces, descubrir la idea oculta bajo la máscara de una existencia imprevisible. Las ideas que están asociadas a la representación abstracta no son prácticas, no hacen cosas, ni siquiera la vida la hace mejor. Estas ideas representativas afectan a la conciencia más íntima, trascendente o justificativa de lo que pueda llegar a ser una conciencia poderosa. Con ellas los seres humanos describieron el concepto de belleza. No era la belleza algo afectado por la satisfacción, sino por el placer. Hay una importante diferencia entre una cosa y la otra. La satisfacción exige un aporte de cosas para llenar un cierto vacío; el placer sólo necesita su objeto de adoración, sea éste el que sea; aunque, en este caso, para la representación o idea (abstracta o no) de belleza el sentido placentero tiene que tener un componente de continuidad, que no culminaría sino cuando el objeto de placer es desestimado. Desestimado no es aquí lo mismo que rechazado, sino más bien entendido como que dejaría de ser el centro de atención o de contemplación manifiesta. Para ese momento de placer representativo (estético) el ser ha sido incrementado en su conocimiento con una impronta intuitiva que le permitirá sostener las algaradas desestabilizadoras que la voluntad asesina de sentimientos placenteros tenga a bien considerar desde sus maléficos momentos azarosos.
Para los pintores del siglo barroco la representación de sus obras debían considerar expresar ideas, grandes ideas a veces, que llevaran en sí la fórmula imperecedera de un adagio, de una metáfora o de un aforismo universal. Esa enseñanza estética, es decir, esa muestra de algo que, a la vez, representa una belleza y un conocimiento, tendría para los pintores barrocos un prodigio exitoso de consideración y justificación artística y antropológica incluso. Alessandro Turchi fue un pintor veronés que llegaría a presidir la reconocida Academia de San Lucas de Roma. Creada esa Academia para ennoblecer aún más la profesión de pintor, elegirían el nombre del evangelista Lucas por haber sido este santo el primer definidor de un retrato de la Virgen María. ¿Hay mayor abstracción que esa? En el año 1632 el pintor Turchi compuso su grandiosa obra de Arte Baco y Ariadna. El mito de origen griego nos cuenta la leyenda de Ariadna. La que fuese hija del rey Minos tuvo su gran momento de esplendor biográfico en la conocida historia de Teseo y el Minotauro. Enamorada luego del héroe Teseo, se embarcaría con él en el camino vital de su infortunio. La mitología la salvará después, cuando el dios Baco la encuentre, desolada, entre los acantilados desesperados de la isla de Naxos. Esta es la escena que el pintor italiano expresará con belleza extrema en su obra barroca. En ella, Ariadna aparece afligida y abatida ante un Baco que sorprende por su galante postura de belleza masculina acogedora. El dios Baco no se caracterizaba por ser un dios galante o considerado, pero aquí el pintor no lo duda, lo pintará sublime en su decidida manera sorprendente de salvar, admirado, la desafecta belleza de una mujer perdida. Al descubrirla así, sola, renunciada, indiferente y permutada, Baco la transformará pronto en una diosa, la hará así su esposa y la encumbrirá de promesas y adoraciones excelsas. Esta es la representación, la idea primorosa que el mito, el Arte y la creación de ideas estéticas, conseguirán en el abatido mundo desasosegado en que el ser humano se debate sin futuro. Otra vez el tiempo. Porque la leyenda nos contará incluso, maliciosa, cómo Ariadna terminaría también abandonada tiempo después por Baco. Pero esa es la parte que la representación, la idea grandiosa, no estimaría en absoluto para obtener su creación vinculante. Una creación que lo que persigue es mostrarnos el sentido de la vida desde una perspectiva de belleza, de verdad, de placer o de refugio trascendente, ante una inanidad tan engañosa como es el tiempo transcurrido y sus consecuencias insensibles.
El Arte buscaría en sus inicios grandiosos una representación vigorosa ante la vida vulgar, insulsa y tan anónima de los seres humanos transeúntes. La idea estética debía entonces conformar un pensamiento que permitiese posicionarnos ante el desolado sinsentido del mundo. Así, el Arte obraría el maravilloso prodigio de la conciliación entre voluntad y representación. Entre un poder desmesurado e insistente de vida exultante por un lado, lo que es la voluntad, y un sentido trascendente, alimentador de conciencia y justificador de vida sosegada, inteligente, placentera, equilibrada y argumentada, por otro, lo que es la representación. Pero a veces el Arte no conseguirá conciliar siempre esas dos fuerzas antagónicas o aliteradoras del mundo. Cuando los prerrafaelitas apasionaron con su belleza arcaica los salones británicos de finales del siglo XIX, algunos pintores continuaron utilizando esa tendencia actualizada a los rasgos estéticos del momento. Fue el caso del pintor inglés John Collier, quien en el modernista año 1914 pintaría un retrato de mujer con el semblante iconográfico de las modelos góticas más evanescentes del Prerrafaelismo. En este retrato compuso Collier la belleza tranquila, frágil y casi transparente de la desconocida Angela McInnes. El retrato se encuentra en la Galería Nacional de Victoria en Melbourne. Pero, nada sabemos de quién fue la desconocida Angela McInnes. Sin embargo, el maremágnum de internet a veces aflorará información relevante. Buscando su nombre sorprenderá saber que llegó a ser una novelista que escribiría más de treinta novelas que fueron populares a mediados del siglo XX en Inglaterra. El Arte aquí, en el retrato de Collier, no consigue enseñarnos nada relevante, ninguna idea trascendente ni ninguna representación que inspire así un pensamiento abstracto que lleve a justificar algo trascendente. El Arte aquí sólo nos procurará parte de lo que el sentido representativo persigue a veces: placer, un placer estético. Pero también algo más, no obstante, un triunfo sobre algo que nos condiciona y apelmaza en la vida contingente: el tiempo indeseable. Con ese reflejo poderoso, que sólo el Arte pictórico consigue sutilmente, hemos podido apaciguar una voluntad desaforada por una vida sin medida y sin sentido, y, a la vez, materializar una representación abstracta que, desde los rasgos perfilados de un retrato de belleza, nos unirá al sentido más universal y trascendente de un mundo, sin embargo, desolado e imprevisible.
(Obra del pintor inglés Herbert James Draper, Ariadna, 1905, Colección Privada; Cuadro Retrato de Angela McInnes, del pintor John Collier, Galería Nacional de Victoria, Melbourne; Óleo Baco y Ariadna, 1632, del pintor Alessandro Turchi, Museo del Hermitage.)