Ha sido a la hora de comer cuando mientras tomaba una cerveza y ya estaba cerrando El País tras su somera lectura he visto la cara de mi actual editor en Península, Manuel Fernández Cuesta, en la la sección de Obituarios. No podía creérmelo y se me ha puesto la piel de gallina. He tardado en reaccionar. Al parecer murió ayer de madrugada a los 50 años por un infarto.
Precisamente ayer pensaba en que tenía que llamarle, como me había dicho, para tratar sobre mi próximo libro (crítico con las vacunas). Me había comentado hacía dos meses que lo quería publicar pero que su situación en el Grup 62 estaba pendiente de un hilo y que prefería no comprarlo hasta que no tuviese claro su futuro, que lo seguro es que lo encargaría pero en buenas condiciones (es decir, editado por él).
Conocí a Manuel cuando movía en las editoriales mi primer libro Traficantes de salud. Anna Monjo, editora de Icaria, que lo publicó y Manuel fueron quienes más se interesaron por el manuscrito. Manuel fue muy decidido pero “en Barcelona”, sede del grupo, el consejo editorial del grupo dijo NO. Él lo sintió y me emplazó a nuevos proyectos. No tardaríamos en conocernos en persona en la sede de la editorial Debate. Le ofrecíamos Conspiraciones tóxicas, que finalmente publicó (y retiró de la venta poco después) Planeta.
Volví a llamarle y verle por La salud que viene Nuevas enfermedades y el marketing del miedo. Tenía ganas de que trabajáramos juntos. Al poco de explicarle de qué iba a ir, me dijo con su voz rotunda, sentenciosa: “Lo hacemos”. Apostó por él. Pronto se lanzó la segunda edición. En nuestras conversaciones se congratulaba de haber conseguido cierto éxito al transmitir el concepto Marketing del miedo.
Luego vino Laboratorio de médicos y sentí que tendría su apoyo para nuevos proyectos a los que me animaba. Manuel estaba considerado uno de los mejores editores de nuestro país. Amaba los libros y lo transmitía. Era culto y comprometido. Sabía lo que quería y cómo conseguirlo. Conocía a la perfección cómo funciona el “mercado del libro” (odioso concepto) en una sociedad de consumo. Conjugaba la publicación de libros que “podían vender” con otros que eran sus apuestas personales aunque no vendieran “lo suficiente”. En ocasiones no entendí sus fronteras.
Tuvo clara siempre su apuesta ideológica. El periodismo de investigación era uno de sus ejes culturales. El Mundo hoy lo calificaba como un “resistente cultural”. Traducido al lenguaje convencional, un editor de los que pocos quedan; preocupado por la esencia del libro, su contenido y su capacidad para cambiar desde la mente de una persona hasta una sociedad. Yo me siento, en parte gracias a él, parte de esa resistencia que muchos autores (quizá no masivos muchas veces) interpretamos.
La verdad es que tenía también muchas propuestas que le hubieran gustado; una próxima comida pendiente a la que iba a invitarme para hablar de este próximo libro que ya terminaré sin él y le dedicaré; la comunicación fue fácil pues pensábamos en lo mismo, en la agobiante muerte de la cultura que supone la información como espectáculo y en la promoción de la misma por omisión de parte de la propia sociedad (no digamos ya de los poderes establecidos, encantados de celebrar su defunción).
Tengo claro que, como ocurrió con la industria musical, la del libro tal y como está concebida está destinada a morir. Pero no morirá una actitud, la de escribir libros con vocación intelectual; la de la función social del escritor; la del compromiso de ciertas personas con la cultura; la de soñar con un mundo mejor posible y conseguirlo, paso a paso, golpe a golpe, verso a verso. Manuel habrá tenido en ello buena parte de culpa.