Tendemos a culpar a la tv y de manera especial a la telebasura de pretender anestesiar a la sociedad, como si fuera imposible cambiar de canal o desconectarla; responsabilizamos a la prensa escrita o hablada, como si fueramos incapaces de descodificar los mensajes que recibimos, sus intenciones e intereses; procedemos como si no existieran medios y periodistas capaces de abrirnos los ojos y ayudarnos a interpretar este galimatías en el que vivimos.
Teníamos interiorizado que una sociedad, mientras más formada y culta, en mejores condiciones estaría para tomar decisiones meditadas y sensatas. Pero los acontecimientos de los últimos meses desmontan este razonamiento. Si observamos lo sucedido en 2016 en EEUU, Reino Unido, Colombia o España concluiríamos que dicho argumento no se sostiene. ¿Cómo explicar entonces, los resultados de las consultas sobre el Brexit o el acuerdo de paz en Colombia?, ¿cómo las victorias electorales del histriónico Trump o la de un partido acorralado por la corrupción como el PP?
¿A dónde agarrarnos entonces? Cuando observamos la situación actual con sus políticas neoliberales, los movimientos migratorios y las penurias de los refugiados entre la indiferencia social; cuando somos testigos de la banalización del pensamiento y el desprecio por la cultura, resulta recurrente apelar al papel de la educación. Los maestros dirán que ya tienen bastante con lo que tienen pero, no parece posible la transformación social sin un sistema educativo que proporcione herramientas, a los ciudadanos del futuro, para ser libres y autónomos intelectualmente. Igual que no se puede acabar con la corrupción si las prácticas corruptas no tienen rechazo social, tampoco se puede profundizar en la democracia sin no se enseña a los escolares a valorar y respetar, si no aprenden a escuchar y debatir razonadamente. Educar es, o debiera ser, preparar para la vida y, en ese aprendizaje, además de la capacitación profesional deben estar presente desafíos como la violencia, la discriminación, la pobreza o la manipulación.
La democracia no es un sistema que nos viene impuesto por designio divino o por un acuerdo social imperecedero. La democracia necesita construirla día a día, mejorarla y hacerla más eficaz y fuerte ante los riesgos permanentes que la amenazan. Sabemos que los grandes medios de comunicación no reflejan la realidad y diversidad de la sociedad, pero renunciar a analizar, comparar y deducir, es un trágala con el que comenzamos a perder la partida.
Por momentos parece que se impone la desilusión y la pasividad como expresión cívica, pero si actuamos con indiferencia ante los retos sociales, si no nos conmueve la tragedia diaria del Mediterráneo o las necesidades de nuestros vecinos y, si además, damos por ciertas las mentiras que machaconamente nos repiten, podremos culpar a otros de nuestra inacción y falta de coraje colectivo, pero tendremos un serio problema.
Sabemos que lo cómodo es responsabilizar a los otros. Es aquello del ándeme yo caliente, y ríase la gente. ¿Recuerdan? "Traten otros del gobierno/del mundo y sus monarquías,/mientras gobiernan mis días/mantequillas y pan tierno,/y las mañanas de invierno/naranjada y aguardiente/y ríase la gente". Pues eso, que se impliquen otros que a mí me da la risa. Sí, los adictos a la telebasura, al periodismo y a la política basura son los del "ándeme yo caliente y ríase la gente", pero también lo son quienes no actúan ni activan su capacidad para descifrar los mensajes que reciben porque se niegan abandonar el cómodo pretexto de endosar la responsabilidad a otros.
Es lunes, escucho a The Renee Rosnes Quartet: