Puesto porJCP on Jan 25, 2013 in Arte
La revolución de los impresionistas no era tan radical como parecía. Más luminosa y vibrante que profunda, revocó con pinceladas difusoras de la luz la fachada de la naturaleza, rodeándola de una atmósfera encantadora que dejaba intacta la estructura tradicional de la pintura. Sustituyó con las sensaciones espaciales del color, para conseguir el mismo efecto óptico, las líneas de fuga que permiten crear en un plano bidimensional el ilusionismo de la tercera dimensión. El entorno hacía etéreos y brillantes los objetos. El prodigio de la luz coloreada en las superficies sin contorno lineal maravilla al espectador. El arte de la suma belleza sensorial se independizó con Monet de la realidad de las cosas materiales. Un sueño.
El atractivo de la pintura impresionista era tan irresistible que incluso un naturalista como Emilio Zola no comprendió el sentido de la segunda revolución pictórica, la de su íntimo amigo Paul Cézanne. Amistad que se rompió cuando el novelista describió al pintor alejado de la bohemia parisina (bajo el personaje Lantier de la novela «La obra», réplica a «La obra maestra desconocida» de Balzac), como un artista fracasado a causa de su teoría estética.
Y, sin embargo, ha sido esta profunda teoría natural del arte plástico, deducida de la pintura genial de Cézanne, y no de la ingente obra de Picasso, la que ha inspirado casi todas las grandes creaciones del siglo XX, desde el cubismo a la pura abstracción.
La admiración de Cézanne por los pintores venecianos del XVI le hizo ver que la coherencia de un cuadro dependía de su respeto a la que muestra la naturaleza, donde los tonos de color y las formas están «interpenetrados y revueltamente entrelazados». En consecuencia, la pincelada no debía dispersar los colores para reflejar la luz desde la superficie de las cosas en un momento efímero (impresionismo), sino concentrarlos en una organización estable donde color y forma «se colocaran, se dieran la mano y se sostuvieran», como en la naturaleza.
Si quiere ser verdadero, además de bello, el arte no debe imitar la naturaleza, pues solo imitaría sus apariencias, sino inventarla de modo paralelo, recrear sus profundidades y expresarlas en composiciones o construcciones de los colores que «surgen de las raíces del mundo» en formas geométricas reducibles a cubos, esferas y conos. Los paisajes de la montaña de «Sainte Victoire», vistos desde la propiedad rural de Cézanne (Aix en Provence) a comienzos del siglo XX, son más arquitectónicos que impresionistas.
En la bellísima pintura sistemática de Cézanne encontraron fundamento todos los movimientos artísticos posteriores al impresionismo. Salvo Matisse y los fovistas, que respetaron el principio sagrado de la composición integral, las demás vanguardias desarrollaron de modo unilateral, y por tanto, deformado, alguno de los elementos geométricos integrados en las sabias composiciones del indiscutido Cézanne, mediante la explotación de las posibilidades expresivas de los cubos (Braque, Picasso, Gris, Duchamp), de los tubos (Léger), de las esferas y prismas (Dufy, Delaunay, Kupka) y de los conos (Chirico y la pintura metafísica italiana). El cubismo abstracto (Villon, Segal) y la pintura musical (Kandinsky) derivan de la estética de Cézanne. Incluso el prodigioso Modigliani pintó el cuerpo humano al modo de las famosas naturalezas muertas del maestro.
«La emoción de la naturaleza es la base de cualquier concepción del arte. En ella se basa la grandeza y la belleza de la obra futura. El conocimiento de los medios de expresar nuestra emoción no es menos esencial, y sólo se puede adquirir tras una larga experiencia».
Estas palabras de Cézanne, que tardaba veinte minutos entre pincelada y pincelada, expulsan del arte a las geometrías planas en cuadrículas delineadas (Mondrian) o en manchas rectangulares de límites imprecisos (Rothko), que no superan en emoción a los muestrarios comerciales para elegir color en automóviles o paredes.
AGT