No sé a quien le escuché que la falta de humor es la peor enfermedad que le puede sobrevenir a un humano. Lleva toda la razón, pues quien no ríe ni se solaza nunca está casi muerto, como Don Dimas, el vejete del quinto izquierda. No se trata de la edad, claro, sino de una determinada actitud en la que poco tienen que ver los años.
¡Menudo encontronazo hemos tenido hoy! Andábamos los dos en el rellano del piso –ya que su puerta es la de enfrente de la mía–, cuando recibí una rociada por su parte: que si le molesta la música que pongo, que si le crispan los ruidos de las personas que me visitan, que si lo desvela la luz que enciendo en la cocina a las tantas de la madrugada y una larga retahíla más de reproches sin fundamento, porque siempre he sido muy respetuosa y bien que me he cuidado de vivir dentro de mis límites sin molestar a nadie.
Le he respondido con educación, pero con mucha firmeza. La música es clásica y su tono es poco elevado, pues me conformo con que llegue a mis oídos y no necesito que estén al tanto los demás de mis preferencias acústicas; las personas que me visitan son corteses –profesores en su mayoría, como yo misma– y no tienen por costumbre levantar la voz; y mis insomnios son silenciosos, pero me niego a que sean oscuros y acalorados, por lo que si le molesta la luz que sea él quien cierre a cal y canto sus persianas. “La gente joven de ahora ha perdido todo respeto frente a la edad”, ha insistido, sugestionado con la idea de que ser mayor es imponerse a cualquiera, un timbre de gloria que lo alza por encima del resto de los mortales, un pasaporte directo a las máximas incuestionables con las que apisonar al prójimo, un certificado de honorabilidad impositiva.Me pregunto si todas estas personas intransigentes no son cadáveres que aspiran al paraíso, pero al paraíso genuino, no a vivir en el “Paraíso”, en una convivencia vecinal para la que no están equipados. No es la edad, está claro, pero la misma debe predisponer a que se agrie el carácter. He conocido a bastantes personas mayores y pocas son las que se salvan del berrido quejica o de las miradas recriminadoras. Debe ser que la existencia nos vuelve atroces en la última recta del camino.Abría ya la puerta de mi casa, dándole la espalda a Don Dimas, cuando, por si era poco lo que había renegado, me dice: “Y haga usted el favor de no cocinar sardinas”. “¿También se va a inmiscuir en lo que debo o no comer?”, le respondo con sorna. “No puede figurarse cómo impregna de olor a todo el edificio”, vuelve a la carga. En vez de soltarle una fresca como me apetecía, he preferido meterme en mi piso. Una vez dentro, una gran carcajada, seguida de una hilaridad incontenible, me ha dejado con dolor de estómago y con los músculos del rostro apergaminados. Terminaba de reír cuando ha sonado el timbre de la puerta. Abro y me encuentro con Don Dimas. Con el dedo índice de la mano derecha en gesto desafiante, me ha conminado a que parara de reírme. No he podido contenerme y la risa me ha explotado de nuevo en toda su jeta agria.Así es la risa: irreverente, subversiva e irrefrenable, le pese a quien le pese.