A casi once años de su muerte, Reagan vuelve a convertirse en caso de estudio. Esta vez, para investigadores atentos a la relación entre Alzheimer y lenguaje.
“Si algún día este tipo de tests consigue detectar las fases tempranas del Alzheimer y de otras enfermedades neurodegenerativas, entonces se impondrá la pregunta sobre su uso para evaluar candidatos con pretensiones de asumir cargos públicos dentro y fuera de la Casa Blanca” concluye el médico Lawrence Altman en este artículo que el New York Times publicó el lunes antepasado, y que forma parte de las (escasas) repercusiones que un estudio de la Universidad de Arizona provocó en la prensa norteamericana. Los reparos mediáticos, así como el pronóstico digno de una ficción futurista, se originaron en la hipótesis del mencionado trabajo científico -serían discursivos los primerísimos, casi imperceptibles, indicios de olvido patológico- y en parte del material elegido para el análisis en cuestión: el speech de Ronald Reagan mientras ejerció la Presidencia de los Estados Unidos, es decir, bastante antes de que le diagnosticaran la enfermedad en 1994.
Quizás porque protagonizó Minority report, cuesta poco imaginar a Tom Cruise convertido en jefe de una unidad de inteligencia entrenada para anticipar síntomas de demencia u otros procesos neurodegenerativos en ciudadanos en general y en aspirantes a dirigentes en particular. Si a la opinión pública siempre le preocupó la salud física y mental de quienes gobiernan el mundo, entonces disfrutará de un largometraje dispuesto a fantasear con la implementación de un sistema capaz de detectar individuos -sobre todo políticos- condenados a perder la lucidez.
Volviendo a las repercusiones del estudio publicado en el Journal of Alzheimer’s Disease (el extracto figura en este sumario), Altman cuenta que Visar Berisha, Shuai Wang, Amy LaCross y Julie Liss analizaron 46 conferencias de prensa del Presidente Reagan y las contrastaron con 101 de George Bush padre cuando lo sucedió. Los investigadores hallaron en el primer corpus fenómenos inexistentes en el segundo: tendencia a repetir vocablos, disminución del uso de palabras únicas, sustitución de sustantivos precisos por sustantivos generales (“cosa” por ejemplo).
La constatación de estas alteraciones renueva el interés de estudios anteriores y de testimonios de familiares de enfermos que sugieren que los primeros síntomas de Alzheimer aparecen en el uso de la lengua antes que en la memoria. En el caso de Reagan, las alteraciones que observaron Berisha y su equipo podrían haber sido los primeros síntomas de la enfermedad -en aquel momento incipiente- que los médicos diagnosticaron años después.
Con el fin de aclarar antes de que oscurezca, Altman cita varias veces a Berisha. Primero para contar que el propósito principal del estudio fue probar nuevas herramientas de análisis discursivo y comparar resultados con aquéllos arrojados por dos estudios anteriores: éste sobre las autobiografías que redactaron 93 monjas (catorce bajo sospecha de tener Alzheimer) y éste otro sobre la obra de Iris Murdoch (a quien se le diagnosticó Alzheimer), Agatha Christie (también bajo sospecha de haber tenido Alzheimer) y P. D. James (que murió lúcido a los 94 años de edad).
En segundo lugar, para explicar que el equipo de la Universidad de Arizona tomó el caso de Reagan porque son muy pocos los pacientes de Alzheimer con un historial tan suculento de discursos transcriptos. También que se hizo la comparación con el speech de Bush Sr. porque ambos Presidentes tenían más o menos la misma edad cuando asumieron su mandato (Ronald, 69; George, 64) y porque ambos gobernaron el país durante un lapso de tiempo similar.
“Los resultados publicados en el Journal of Alzheimer’s Disease no prueban que el señor Reagan haya exhibido síntomas de demencia que afectaron su juicio mientras ejerció la función pública” escribe el doctor del NYT antes de precisar: “La investigación (sólo) sugiere que las alteraciones del lenguaje algún día ayudarán a predecir la aparición de Alzheimer y de otras enfermedades neurológicas años antes de que los síntomas clínicos se vuelvan perceptibles”.
Altman vuelve a citar a Berisha para disminuir (todavía más) el riesgo de conclusiones apresuradas: “Otros factores -por ejemplo la decisión deliberada de reducir la complejidad de los discursos o la herida, cirugía y anestesia posteriores al intento de asesinato en 1981- también podrían explicar los cambios observados”. Además recuerda que un estudio publicado en 1988 ya había sugerido la posibilidad de que el ex actor estuviera enfrentando limitaciones cognitivas cuando en 1984 participó de un debate nacional con Jimmy Carter y el vicepresidente Walter Mondale, y que los autores del trabajo reconocieron luego que no habían recolectado pruebas suficientes para dudar de la lucidez de Reagan.
Para insistir en la idea de que el trabajo de la Universidad de Arizona está en pañales, Altman adelanta que Berisha y equipo tienen la intención de analizar las transcripciones de otros Presidentes de la Nación y de conferencias de prensa que ofrecieron jugadores del fútbol americano recordados por haber sufrido importantes lesiones en la cabeza. Asimismo menciona el proyecto de grabar en cada consulta las conversaciones entre médicos y pacientes, para montar un registro de las alteraciones que podrían estar anunciando la aparición de alguna demencia.
Desde tiempos remotos, la salud mental de la dirigencia política preocupa tanto como inspira bromas, conspiraciones, defensas insostenibles. La intensidad de las especulaciones es mayor cuando existe un diagnóstico de la enfermedad (por ejemplo, en los casos de Reagan y -vaya coincidencia- de Margaret Thatcher) que cuando alguien instala un rumor o sospecha (en el caso de Fidel Castro o de nuestro Fernando de la Rúa).
De ahí la cautela de la prensa norteamericana ante el estudio de la Universidad de Arizona. Cautela extrema por parte de los medios que prefirieron ignorar la publicación del artículo en el JAD. Cautela prudente por parte del periodismo consciente de la carnada sustanciosa que representan, por un lado, la hipótesis de que Reagan haya empezado a derrapar en pleno ejercicio presidencial y, por otro lado, la apuesta a un algoritmo infalible a la hora de detectar -análisis del discurso mediante-, a los políticos que tarde o temprano desarrollarán una enfermedad incapacitante.