Si yo fuera un político gallego buscaría la mayoría en la Xunta fotografiándome con un narco en un yate, haciendo asesora de “Políticas Transversales” a mi novia o amante o poniendo grifos de oro en un pazo recién comprado.
Pero no, yo he nacido en el Casco Histórico de Córdoba, y estoy condenado a pasar las siestas del verano cerca del botijo y el abanico. He aprendido que la verdad, y mucho menos, la salvación, no habitan en el cerebro de nadie.
De joven oí cantar, a la hora de las moscas, a “Onofre el Viejo”, esa sublimación del desdén quintaesenciado que es la soleá de Córdoba, “que se me da a mi/que un pájaro en la alamea/ se pase de un árbol a otro”.
Por eso a mí no me ha dado ni frío ni calor cuando esta mañana he leído que María Dolores de Cospedal, a la sombra de una ciudad manchega, dice que “veo la luz del final de la crisis”. ¿Acaso la crisis huele a queso?
Cada jornada te ofrece la posibilidad de desdeñar al mundo y a sus intérpretes. Bárcenas, con su dedo tieso, comparte litera con otro recluso y Obama hace quinientos millones de escuchas de comunicaciones de los alemanes.
Y es lo que yo digo, que los limoneros están cuajados, y ayer, sin ir más lejos también vi la luz. No sé si era la de final del túnel de la crisis o la de la luna menguante en la semioscuridad del cine de verano de la Fuenseca. Cine a la luz de las estrellas, dice la publicidad, cuando las damas de noche, las celindas y los jazmines te dan la hora de gloria a eso de la media noche.
Sentado en la penumbra, veía el brillo de los ojos de los gatos callejeros, mientras una cerveza helada pasaba de mis labios a mi garganta, mientras el frío de los altramuces me helaba las yemas de los dedos. Y en Génova nerviosos.
Si hubiera nacido gallego estaría tocando la gaita, y si fuera político o sobrecogido estaría buscando túneles y luces. Pero he nacido en el Casco Viejo de Córdoba, y estoy, al mediodía, en la Plaza de Jerónimo Páez, al píe del Museo Arqueológico, y no quiero que me “salven”, ni me “rediman”, ni me “reconquisten” más, y le voy a pedir a Salva, el camarero, un medio fresquito de moriles.
Y aquí paz y después gloria.
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