Juan José Tamayo es unos de esos teólogos disidentes con la jerarquía de la Iglesia Católica a quién ésta le intentó censurar. Yo particularmente en materia de fe y religiosidad discrepo con él, pero en materia social, lo que escribe como crítica social, protesta que ejerce desde plataformas más laicas estoy de acuerdo con muchos de sus escritos. Este en particular “La silla de Galileo” me parece muy oportuno y bien escrito. Al señor Tamayo no le falta razón sino que pinta muy bien al actual Papa como lider de la Iglesia Católica, a la Curia Vaticana y el poder que le rodea. Una Iglesia que ha girado a un conservadurismo más radical, más integrista, unas posturas más intolerantes donde se despega totalmente de un humanismo más puro y se refugia en una especie de neofascismo religioso y a su vez peligroso. Y es que según los estudios las religiones cuando más amenazadas se ven, más giran a un fundamentalismo o a un integrismo. De sus variantes salen pequeños nuevos monstruos sociales que viven de los desechos del comportamiento del ser humano. Me ha parecido conveniente compartir aquí este escrito del señor Tamayo publicado en El País el pasado 4 de enero de éste nuevo año.
La silla de Galileo
Astrónomos, físicos, paleontólogos, médicos, biólogos, matemáticos, psicólogos, historiadores, filósofos, teólogos, moralistas, poetas, canonistas, antropólogos, místicos, fueran hombres o mujeres, seglares, religiosos, religiosas, sacerdotes u obispos. Ningún campo del saber ha escapado a la censura eclesiástica, llamárase Inquisición, Santo Oficio, Índice de Libros Prohibidos o, más modernamente, Congregación para la Doctrina de la Fe. Un dato bien significativo: durante sus apenas 11 años de pontificado, San Pío X puso ¡150 obras! en el Índice de Libros Prohibidos.
Los inquisidores han ejercido su papel con verdadero celo antievangélico, sin parar mientes en que los -para ellos- herejes fueran sacerdotes ejemplares como Antonio Rosmini; científicos de prestigio como Galileo y Darwin; místicos que irradiaban santidad como el Maestro Eckhardt, Juan de la Cruz y Teresa de Jesús; renombrados teólogos como Roger Haight y Ion Sobrino; biblistas con un gran bagaje de investigadores como Renan, Loisy y Lagrange; científicos que querían compaginar ciencia y religión como el jesuita Teilhard de Chardin, incomprensiblemente caído en el olvido.
Los inquisidores no han librado de la condena ni siquiera a sus colegas, como Ratzinger a Hans Küng; ni han tenido en cuenta su anterior etapa de mecenas como Ratzinger con Leonardo Boff, a quien pagó la publicación de su tesis y luego condenó al silencio; ni a asesores conciliares que luego fueron acusados de desviaciones doctrinales como el teólogo Schillebeckx y el moralista Häring, inspiradores de la reforma de la Iglesia y del diálogo con la modernidad en el Vaticano II.
Todos han tenido que sentarse en la silla de Galileo con el veredicto de culpabilidad dictado de antemano, que se traducía en retirada de la cátedra, censura de sus publicaciones e incluso destierro, como le sucedió a Yves Mª Congar, nombrado luego cardenal. Peor suerte corrieron otros que dieron con sus huesos en la hoguera como la beguina Margarita Porete -cuyo libro Espejo de las almas simples fue también quemado- en la Plaza de Grève (1310); el científico Giordano Bruno, quemado en el Campo de las Flores (1600) -¡qué cruel ironía!-; el reformador Jan Hus (1415), consumido por las llamas delante de las murallas de Constanza, y Miguel Servet, cuyo libro condenado fue igualmente pasto de las llamas con él en la colina ginebrina de Champel (1553). La silla de Galileo o la hoguera han sido las dos salidas de la Inquisición para los heterodoxos.
Publicado por Juan José Tamayo en El País