Revista Arte

La sinceridad que importa en el arte

Por Peterpank @castguer

La sinceridad que importa en el arte

La sinceridad que importa en el arte, sea literario o plástico, es la de la obra, no la del autor. En esto, la teoría estética de Tolstoi, no la de Ana Karenina, se equivoca. La expresividad tampoco es una cualidad que distinga al talento razonador o al seductor.

Pues toda obra de acción, de pensamiento y de arte es expresiva de lo propio y de lo común donde se origina. Incluso de la idiotez y la rudeza. No es extraño que Enzensberger conociera españoles que lucharon contra la estúpida dictadura y «se volvieran algo estúpidos». Sucede también a las ideas políticas. Se dotan de idiotez propia cuando participan, como las suyas, de las irracionalidades que brotan sin cesar de los abundantes manantiales de la estupidez común.

«Sólo un idiota se siente ganador en literatura». ¿Claro que para el autor no puede haber obra de arte perfecta! Pero desde el maravilloso Tasso de Goethe se sabe que ganar «en» literatura es ganar «con» la literatura. Si no fuera así, el alemán premiado no hablaría con desprecio de Camus. Sólo sufriendo una gran depresión le parece concebible que rechazara el premio Nobel.

Es poco inteligente contraponer la posición de perdedor en literatura con la de ganador en una empresa económica mundial. Pues si dejamos aparte la complacencia en el éxito social, como hace el entrevistado, poetas y empresarios nunca están satisfechos con lo que hacen, nunca es bastante, siempre quieren otro nuevo poema u otra nueva empresa, tener más intuiciones o más millones, ser más inspirados o más ricos.

La prevención de Enzensberger contra la desconfianza alemana en la retórica no está justificada. Hablar o escribir mal es menos agradable pero no menos expresivo que hacerlo bien. La noción de expresividad en el arte se ha unido incluso a sus formas más abigarradas o grotescas. La caricatura es más expresiva que el retrato, como el argumento o el poema lo son más que la realidad. El camino de la expresividad, si no está orientado hacia una mejor o mayor comprensión de la función del placer y del dolor, no conduce a nada que sea significativo para la vida.

Enzensberger: «Verdaderamente mi ambición es liberarme de la política», un «yugo que se me ha impuesto». No siendo un anarquista consecuente, ese sentimiento no proviene en él de una reflexión sobre su vicisitud alemana, ni de un entendimiento universal de la política. El odio contra la tiranía o la oligarquía de partidos, únicas formas estatales impuestas, no fundamenta la aversión a otra forma de gobierno, la democracia representativa, que Europa no ha conocido como experiencia, pero que es alcanzable como régimen razonable de poder y bastante hermosa como ideal.

Irse de su país, para no «volverse un especialista en la cuestión alemana (fascismo, crímenes de guerra, etcétera) y tener mi independencia», no deja de ser un brote de egoísmo de los instintos de escritor, para eludir la angustia de la culpabilidad alemana y ver a distancia la triste realidad del Estado de partidos sin mala conciencia ciudadana. Un escape moral de cobardía cívica, un pretexto mental de especialista en la cuestión literaria.

Es natural que una personalidad evadida de lo que la historia de su patria ha concretado acote el terreno de la bondad con mojones de caridad, echando la moral fuera de la acción y del arte para refugiarse como artista en la estética. Le replico invirtiendo su propia metáfora: «El hombre que escribe un libro sobre el hundimiento del Titanic es alguien que se hunde con él o no describe nada». Como salvavidas, la estética sólo sirve para decorar, con laureles de corona funeraria, las terribles agonías que flotan feas entre los restos inertes del naufragio.


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