Revista Arte
Cuenta el historiador del siglo XVI, Andrea Vasari, en su Vida de los mejores creadores: Mientras Giorgione atendía a honrarse a sí mismo y a su patria, en el mucho conversar que hacía para entretener a muchos amigos suyos, se enamoró de una mujer y mucho gozaron el uno del amor del otro. Ocurrió que en el año 1510 ella se contagió de la Peste, pero Giorgione ignorante de su enfermedad siguió tratándola y acabó contagiándose él. De forma que en poco tiempo, a la edad de 34 años, pasó a la otra vida, no sin dolor de sus amigos que le amaban por sus virtudes.
En el año 1504 la Peste asolaría Venecia, y la enfermedad acabaría por llevarse a miles de personas por toda la región de la Serenísima República. Entonces, el gran artista que fue Giorgone (1477-1510), se decidió a realizar una de sus últimas obras, Tramonto (Puesta de sol), un paisaje enigmático, tanto como gran parte de otras tantas obras misteriosas de él. Pero, ahora, era todo un homenaje a las víctimas de la aún más enigmática enfermedad. Los paisajes no habrían sido todavía, en los comienzos de la Pintura, un motivo fundamental. Pero aquí el gran y pionero autor veneciano presenta lo que, para él entonces, debería ser lo mejor de la vida, con esos colores del cielo y del mar veneciano, de la vida maravillosa, ahora lejana sin embargo, detrás de todo lo que primaba, sórdido, en un mundo hostil.
A cambio, el escenario cercano es oscuro, tenebroso, infecto, lleno de dolor, lucha, virtud sobrehumana, y amor. En un primer plano aparece la figura, muy joven, de San Roque. Está sentado, manejando algo entre sus manos, y siendo curado por otro ser elevado, San Gotardo, un santo monje vagabundo de la alta edad media al que se le invocaba para sanar enfermedades. Pero, San Roque es otro personaje histórico adscrito al santoral de los venerables dedicados a la curación. Él es el invocado ya contra las peores de las epidemias: la Peste. Siempre es representado herido de la pierna izquierda, al parecer del mismo mal al que pretendía remediar.
En los años treinta del siglo XX se realizaron análisis de muchos de los cuadros de Giorgione para confirmar su autoría, muy dudosa por entonces. En la manipulación de esta obra se llegaría, sin embargo, a una restauración muy delicada, para tratar de subsanar parte de su extremo lateral derecho. De esta limpieza aparecería la figura esbozada de un San Antonio Abad entre las rocas de una cueva. Así que a partir de entonces se le cambiaría el título a la obra por la descripción de los tres hombres venerables más importantes. San Jorge luchando con el dragón es el tercero. Es la figura fundamental para enfrentarse al mal desconocido, al más feroz, al más sanguinario y al más oculto.
Y es por esto que el autor, Giorgione, no puede ahora reconocer al mal en nada concreto. Su intuición le hace enmascararlo tras un paisaje, en este caso más desconsiderado que el del fondo, más abrupto, más irremisible. Pero, no tanto tampoco. No hay frontera entre uno y otro mundo. La enfermedad no distinguiría nada de eso. Todo sería lo mismo. El mismo mundo desolado. Por esto el pintor sublima ahora la escena con el enigma, la confusión serena y el misterio sin tal. La vida continúa. Las cosas desastrosas pasan y los colores de la vida vuelven -no se han ido incluso- a relucir. Todo pasaría, y él encontraría su inspiración en el paisaje aséptico, inmortal, permanente y esperanzado. La genialidad de Giorgione y su creación llegaría a justificar su obra hasta con su propia vida. Cinco años después, fallecería de peste entregando su creatividad a lo que él ya supuso como algo sinuoso, taimado, engañoso, connatural y decisivo.
(Óleo Paisaje con San Jorge, San Roque y San Antonio -Tramonto-, 1505, Giorgione, National Gallery, Londres.)
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