Revista Psicología

La soledad de la no verdad

Por Doctor Juan Carlos Trallero
Philip - Karen Smith / Iconica - Getty Images Un hombre con salvadidas contempla, aislado, una cascada 1  

No hay duda de que el miedo es uno de los grandes enemigos del hombre. Buena parte del montaje de nuestro presunto estado del bienestar se basa en proporcionar seguridad en todos los aspectos imaginables. Cuanto menos se deje al azar, cuantas más cosas creamos tener bajo control, más tranquilos ¿y felices? viviremos.
Nos rodeamos de colchones y paracaídas que amortigüen o anulen los efectos no esperados (ni deseados) del día a día. En el fondo, queremos reducir al mínimo la incertidumbre, porque lo por venir, lo desconocido, nos causa temor, nos inquieta.
El miedo en pequeñas dosis va asociado a la prudencia, puede ayudarnos a vivir (o sobrevivir). El miedo no justificado o excesivo paraliza, hace sufrir, no conduce a nada.
Tenemos un miedo concreto ante peligros reales. Pero cuando no sabemos a qué nos enfrentamos, el miedo a lo desconocido se desboca, ya que damos rienda suelta a nuestra imaginación, que suele ir en el temor mucho más allá de la proporción y la razón. 
Ante peligros reales o conocidos, podemos tomar medidas, aprender, aceptar, madurar. Pero ante lo que no conocemos, o sólo imaginamos, la única defensa es el conocimiento, la información, colocar la fuente del temor a la vista para empezar a adaptarse, a prepararse, y  sobre todo a dejar de imaginar lo que no es, comprobar que las monstruosas sombras chinescas que veíamos (o creíamos ver) corresponden a unas figuras reales y concretas. 
Mejor acompañados por la verdad
"La principal tortura de Iván Ilich era la mentira", escribe Tolstoi en su magistral novela.
Así es, en nuestro ámbito es todavía muy frecuente que la familia, como supremo acto de amor, oculte al enfermo la gravedad de su dolencia, y construya a su alrededor una empalizada tejida con mentiras. Pero esa conjura, desmentida a diario por los hechos, por las expresiones faciales, y por la propia intuición del enfermo, le lleva muy a menudo a una situación angustiosa, cuando al miedo descontrolado alimentado por las sospechas se suma la incomunicación con sus seres queridos. Cuando más cerca los necesita, cuando el ser humano se ve más vulnerable y frágil, el silencio bienintencionado le ha conducido al callejón sin salida del aislamiento
Es humano tener miedo a la muerte, es humano desear evitarle ese trago a quien amamos, es humano temer nuestro propio sufrimiento al ver que el otro sufre. Pero debemos ser conscientes de que ese gesto amoroso tiene trampa.
No podemos menospreciar la capacidad de un ser humano de afrontar su trascendente y decisivo momento, no podemos tratar al enfermo grave como a un niño inmaduro, no podemos decidir por él sin preguntarnos, al menos por un momento, qué es lo que desea de verdad. 

Recorrer un mal camino acompañados y confortados y viendo dónde ponemos los pies
es mucho mejor que recorrerlo igual con los ojos vendados dando tumbos y tropezones, solos, en silencio, y sin saber hacia qué precipicio vamos. Es cierto que muchos prefieren ir con ojos vendados y oídos tapados, y hay que respetarlo. Pero al resto, hay que darles la oportunidad que como seres humanos se merecen.


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