Ya saben que no cuelgo aquí casi ningún artículo mío, por respeto a ustedes, que bastante me sufren ya. Pero de vez en cuando siento la necesidad de hacer un huequito a algunas piezas.
Hace unas semanas aproveché el estreno del documental Retrato de un actor de reparto para escribir una pajuela sobre Peter Lorre. Santiago Aguilar, el director del filme, la leyó, me escribió y tuvo la gentileza de mandarme una copia del documental.
¿Tengo que aclarar que me encantó? Y eso que me costó entrar en él: tanto su realización rollo Dogma -está grabado con una cámara de vídeo, con aspecto casero, sin ese granulado de la fotografía de cine- como su estructura, trazando espirales en torno al personaje, me distanciaron en el arranque algo más que brechtianamente. Pero al cuarto de hora ya estaba enganchadísimo; a la media hora, fascinado, y a la hora y cuarto, emocionado sin objeciones.
Le he dedicado La ciudad pixelada de este domingo en Heraldo. Ahí va, por si viven aislados del mundo sin comprar prensa -afortunados ustedes-.
Probablemente, el nombre de Carlos Lucas no les diga nada, aunque su cara seguro que les suena. El suyo es uno de esos rostros que aparecen constantemente en el cine español: es el camarero que le sirve un café al protagonista, el empleado de la gasolinera que le llena el depósito, el transeúnte que pide fuego, el portero que abre la puerta, el enfermero que lleva la camilla o el taxista que da palique al malo de la película. Carlos Lucas falleció en 2004, con 92 intervenciones en el cine desde 1957 hasta el año de su muerte. Muchas veces, como figurante sin frase, como bulto entre el público de una velada de boxeo o entre la multitud que sale de una boca de metro.
Su primer papel relevante le llegó en 1994, cuando llevaba casi cuarenta años de carrera. Fue en ‘Justino, un asesino de la tercera edad’, donde interpretó a Sansoncito, un personaje secundario que le valió el primer y único premio de toda su trayectoria. Este es el punto de partida de ‘Carlos Lucas: retrato de un actor de reparto’, un precioso documental recién estrenado que indaga en la fascinante y hermética historia de este personaje tan visto y tan desconocido.
La película está dirigida por Santiago Aguilar (miembro del dúo La Cuadrilla, que firmó tres largos en los años 90, y guionista de ‘Camera Café’, la serie creada por el otro miembro del dúo, Luis Guridi) y se construye en torno al testimonio discontinuo y errático de Carlos Lucas, a quien siguen por Madrid en su día a día, por las tascas de su barrio, adentrándose poco a poco en los misterios de una vida larga y sorprendente que desmiente el tópico que el propio cine ha compuesto de los llamados ‘cómicos de la legua’.
Casi sin quererlo, Aguilar y su equipo descubren que Carlos interpretó más de treinta zarzuelas, que compuso tres canciones y que escribió un guión para Sara Montiel que nunca se rodó. Un guión delirante titulado ‘Comprometido en homicidio’ y ambientado en Nueva York.
Pero, entre los secretos más gratos, hay una hermosa conexión aragonesa. En los años sesenta, Carlos Lucas formó parte de la compañía teatral de Maruja Gimeno, con sede en Zaragoza, que recorría los pueblos de Aragón como en la película de Fernán-Gómez ‘El viaje a ninguna parte’. Uno de los momentos cumbre del documental es cuando se llevan a Carlos a Zaragoza y le dan un paseo por la ciudad en el taxi de Carlos Muela, hijo de Maruja. En la radio suena ‘Soy de Aragón’ cantado por el padre del taxista y compañero de caminos del protagonista del documental. Carlos Lucas se emociona y se le escapan unas pocas lágrimas en uno de los instantes más emotivos de la cinta.
Más tarde, en casa de Maruja Gimeno, todos los viejos amigos se reúnen para recordar anécdotas, y Maruja le reprocha cariñosamente a Carlos, en una muestra contundente de realismo baturro: “Este, en cuanto juntaba dos pesetas, se iba a Madrid, que se creía que iba a triunfar, y luego volvía”.
En esa crueldad jocosa, tan aragonesa por otra parte, se resume el espíritu de la vida de Carlos Lucas. Alguien que se creía que iba a triunfar. Y que lo creyó hasta el final de su vida, aunque llevaba veinte años viviendo en una pensión, aunque nunca tuvo dinero y no abandonó jamás su condición de actor ‘de reparto’. Es una perseverancia inescrutable, incomprensible y hermosa. Los americanos hablarían de cierta épica del fracaso, pero, después de ver ‘Retrato de un actor de reparto’, pocos serían capaces de considerar a Carlos Lucas un fracasado.