La soltería es la nueva filosofía política: ha logrado sustituir con éxito a sus predecesoras, como la revolucionario-contestataria de los setenta, la neocon de los ochenta y la bohemio-burguesa de los noventa. Lo curioso es que, a diferencia de sus competidoras, la soltería propone una praxis social cuyo objetivo es salir de ella. No se trata de culminar ningún sueño --un mundo igualitario y justo, un mercado perfecto y desregulado, la conciliación de todas las contradicciones--, sino de poner fin a una pesadilla que impediría completarse.
En los ochenta, las ideologías, perversiones y vicios varios que se escoraban peligrosamente respecto al desierto oficialmente programado encontraron una denominación políticamente correcta que las hacía tolerables: eran las «parafilias»; en los noventa alguien advirtió que esta concesión a la dignidad conceptual no hacía justicia a algunos de sus contenidos, que por entonces abandonaban la clandestinidad o los prejuicios y se mudaban al discurso legislativo-social mayoritario, así que desde entonces fueron etiquetadas como «grupos de afirmación». Estas respetuosas comunidades han mutado una vez más y --ya en el siglo XXI-- alcanzando el estatus de nuevos credos urbanos, el máximo permitido desde un punto de vista cultural. La soltería es hoy una religión: depende del contexto o de la fe; por eso unos la sobrellevan como un estigma y otros hacen de ella un arte, un puro exhibicionismo, un estilo de vida donde no queda espacio para la duda o el arrepentimiento. Pero no, la soltería es algo más que un sistema de creencias, también es una filosofía política porque pretende modificar el mundo, aunque sólo sea la parte más cercana que nos rodea.
Hoy ser soltero, o haber sobrevivido a una ruptura de pareja, proporciona mayores ingresos, multiplica el tiempo de ocio y aumenta el nivel de consumo sibarita. Si además no arrastras una mochila emocional te conviertes en el santo grial de la mercadotecnia. Las actividades organizadas específicamente para singles (el grupo de afirmación por excelencia, aunque sólo sea por su elevado número) ponen invariablemente el acento en la esperanza de miles de personas que esperan encontrar a su media naranja en encuentros diseñados para fomentar una suspensión temporal de todas las barreras una posible relación. Puede que no sean tan expresivos ni lo exterioricen con el mismo entusiasmo que fieles evangelistas, pero en su interior resuena esa vocecita que mantiene viva la ilusión de un encuentro que les catapulte o les devuelva a la elite de los emparejados (el segundo grupo de afirmación en número, pero con un prestigio social indudablemente superior al de los solteros).
Es entonces, con la pareja agarradita de la mano y el acceso legítimamente garantizado a cenas de parejas en los que experimentarán el placer de segregarse por sexos y temas de conversación, cuando los nuevos miembros de la comunidad podrán dedicarse sin complejos a la fabricación del recuerdo perfecto: se hace para poder recrearlo ante amigos y conocidos, especialmente los que aún no han terminado su viaje por el purgatorio de la soltería, y para disfrutar narrándolo con todo lujo de matices, divertidas paradojas, encantadoras moralejas y significados únicos, igual que la relación a la que han dado lugar. En realidad, tras esa tramoya argumental, de una forma mucho menos ordenada y bella, y sólo para deleite íntimo, no transferible, lo único que ha existido es una serie no reconocida de placeres egoístas experimentados en paralelo y, con suerte, simultáneos: el vértigo de la novedad, el mareíto de los cócteles, los primeros síntomas de desinhibición, la interpretación --ante un desconocido excitante-- de nuestras mejores ocurrencias y anécdotas, la electricidad de los escarceos iniciales... Algo así como una tormenta perfecta de los sentidos, con la ventaja de que en cada ser humano es un ciclo que debe repetirse y, por tanto, asegura a los actores del lado de la oferta un yacimiento inagotable de usuarios/consumidores.
En cambio, para los que hacen de la soltería un elemento fundamental de su identidad, el rasgo más destacable de su conducta es el proselitismo orgulloso ante quienes la abandonaron en su momento. Una extraña alegría interior les embarga cuando asisten a pequeñas escaramuzas y tensiones de pareja en supermercados, tiendas de regalos en fechas navideñas, viajes organizados, reuniones mixtas de solteros y emparejados... Exhiben sin pudor su libertad para cambiar de opinión sin necesidad de dar explicaciones, la posibilidad de renunciar a una cena sin tener que encontrarse mal, no tener que explicar su día de trabajo, ni comentar cualquier banalidad en los minutos de la basura del sofá o ver la tele mientras cena de pie como El extranjero de Camus... En definitiva, hacer ostentación del cambio, de la eterna posibilidad de experimentar primeras sensaciones de nuevo, narrar o interpretar excitantes conversaciones para iniciados ante emparejados que desempolvan de este modo sus propios recuerdos de la soltería...
Las artes narrativas han utilizado a estos solteros fundamentalistas para apalancar determinadas advertencias sobre los riesgos de la soledad, amenazando a la vuelta de cualquier fracaso emocional o tras la mera acumulación de encuentros superficiales. No es que la sociedad contemporánea censure semejante praxis basada en encuentros fugaces (por lo general tendentes y limitados al contacto sexual), al contrario, se considera una etapa vital necesaria y recomendable para afilar las herramientas de seducción y filtrado mientras no aparece El/La Definitivo/Definitiva. Cuando lo coyuntural amenaza con convertirse en estructural es cuando asoma el soniquete moralizante, el arrepentimiento después de tanta frivolidad y sentimientos derrochados, la nostalgia de una seguridad emocional y hogareña, el inexplicable deseo de anclar la propia existencia a otra. Pocas veces nos atrevemos a mirar el sol sin protección, dispuestos a llegar hasta las últimas consecuencias de semejante actitud, a desear que se convierta en realidad ese mundo feliz que describió con valentía Aldous Huxley. La posibilidad de una humanidad compuesta por seres que afrontan una cuota de soledad establecida por decreto nos provoca un vértigo mayor que una realidad hecha de soledades aún más radicales, experimentadas con dolor porque son encaradas como algo pasajero (cuando en ocasiones no lo son). Mientras haya quien sobreviva de esta manera no necesitaremos cambiar nada.