Iconografía macabra de esqueletos de hormigón en ciudades devastadas por la guerra contra la población civil siria. Imágenes, ya en territorio europeo, que nos interpelan y retratan. Idomeni: campamento para refugiados, campo de concentración. ¿Qué aprendimos de nuestra historia y de los grandes pensadores europeos? Cabría suponer que aquí vivíamos en el lugar más civilizado, menos inhóspito; pero resulta que todo es un espejismo. La vieja Europa sustituye la solidaridad y la ayuda humanitaria por fronteras, alambres y deportaciones. Entre tanta miseria humana, recobra vigencia aquella foto de Javier Bauluz en la que estampó la indiferencia social ante el drama de la inmigración.
Vivimos en una sociedad que teme a los inmigrantes y recela de los refugiados. Formamos parte de una sociedad que reparte culpas ente los dirigentes políticos, el Ibex y los grandes medios de comunicación para justificar su movilidad de piedra. Pertenecemos a una sociedad capaz de conmoverse como un cocodrilo con la foto de Aylan y, poco después, castigar en las urnas el pequeño gesto humanitario de Angela Merkel. Aquí, entre nosotros, a parte de repartir culpas, ¿hacemos algo por recuperar la dignidad perdida de tanto consentir la golfería institucional y política?
Se extiende la idea de la inmigración como invasión, como amenaza para nuestros recursos sociales, como obstáculo para acceder a un puesto de trabajo, como germen destructivo para nuestra identidad cultural. De acuerdo, son absurdos de un imaginario ignorante y xenófobo pero estos absurdos lo expresan y manifiestan ciudadanos europeos.
Tendríamos que desechar la distinción entre inmigrantes y refugiados porque a los perseguidos por motivos de raza, religión, nacionalidad o por sus opiniones políticas, habría que añadir a quienes huyen del hambre y las pandemias. ¿Acaso la falta de agua, alimentos o atención sanitaria no causa tantos estragos como la metralla? ¿Es necesario buscar diferencias entre quienes huyen de la guerra y quien lo hacen del hambre y la enfermedad? Inmigrantes, refugiados, ¿no sería más acertado llamarles repudiadosn cualquier caso, ¿no tienen, unos, otros y todos, derecho a la vida?, ¿a buscar un espacio donde vivir? ¿Dónde hemos dejado los valores del respeto y la defensa de la dignidad de las personas? ¿Dónde aquello de dar de comer al hambriento, de beber al sediento y ofrecer posada al peregrino? ¿Dónde la solidaridad? ¿Dónde eso que llamamos civilización? ¡Vaya!, alguien apunta que llegan de manera ilegal. Pero, ¿cuándo hemos renunciado a los derechos humanos? ¿Nos hemos preguntado si ellos quieren venir?
En el mes de octubre del año 2000 se publicaba en el suplemento dominical de La Vanguardia una fotografía que hoy conserva plena validez metafórica. Javier Bauluz supo estampar la indiferencia de la sociedad ante el drama de la inmigración. Ahora, bajo la sombrilla de Bauluz no hay dos personas paralizadas o indiferentes ante la tragedia; ahora bajo la sombrilla están los dirigentes europeos ordenando el cierre de fronteras y acordando expulsiones. ¿Para cuándo exigirles decencia?
Es lunes, escucho a Nitai Hershkovits:
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