Revista Arte

La sutil melodía insinuada ya en la grandiosidad de un lienzo, su parcialidad y su crítica.

Por Artepoesia
La sutil melodía insinuada ya en la grandiosidad de un lienzo, su parcialidad y su crítica.
El Impresionismo no supo aún cómo conseguir aparecer en el inmóvil y conservador mundo burgués de mediados del siglo XIX. París era, sin embargo, todo un referente de modernidad, de refinamiento cultural, incluso de cierta pícara forma de acercarse al mundo de la bohemia y de los arrabales más atrevidos de entonces. Pero, la sociedad francesa estaba en esos momentos (1850-1870) bajo el cetro imperial del rígido encorsetamiento social de Napoleón III, y, así, los creadores y artistas -libres por definición- se encontraron con la reticente y obtusa manera de condicionarles y limitarles sus nuevas, aperturistas y críticas formas culturales, esas con las que, tímidamente, trataban ya de soliviantar las protegidas y acomodaticias conciencias de sus alineados y satisfechos contemporáneos.
La pintura clasicista -Neoclásica- habría dejado paso a la grandiosa y exultante representación romántica de sus creadores más atrevidos. Pero, a la vez, éstos eran aún respetuosos con las consignas clásicas del orden, de la metáfora, la mitología, la historia, la cultura, el sentido de lo bello, lo representable o de lo justificable de llevar a un lienzo. Así que, por entonces, no se habrían decidido los pintores parisinos a representar una visión tan actual, tan normal, tan cotidiana, tan naturalmente vulgar, como la de reflejar ya una escena muy habitual de la sociedad parisina de esa época. Los incisivos poetas decadentistas y simbolistas, como el decidido y ácido Baudelaire, ya habrían recomendado incluso a los creadores que dejaran de pintar esas escenas míticas y alejadas de la vida normal, y se atrevieran ahora a retratar lo cotidiano, lo cercano, lo que traspasara ya la imagen más real de los que, luego, lo miraran.
Y, totalmente convencido de lo mismo, el pintor Manet elegirá crear en 1862 una escena de esa misma sociedad, aunque no ya de la bohemia sangrante de los marginales barrios parisinos, no, sino, ahora, de la más burguesa y encopetada sociedad parisina de entonces. Y decidirá él, además, que sea inmortalizada toda esa gente real en uno de los lugares más naturalmente elegantes de una de las zonas más concurridas de París, los jardines de las Tullerías. El Palacio de las Tullerías era entonces -y durante toda la historia de Francia- la residencia parisina de la monarquía francesa. Durante el segundo imperio, el de Napoleón III, en sus jardines, abiertos ahora a un público burgués y bienintencionado, se celebraban ya conciertos y fiestas en algunas ocasiones, siendo así cuando los flamantes parisinos se concentraban en él para disfrutar de aquel maravilloso entorno, y escuchar lo único que no era nada sospechoso de subversión: la música sutil y envolvente de alguna sinfonía compuesta, por ejemplo, por el celebrado entonces compositor y violonchelista Jacques Offenbach (1819-1880).
Es la música, sobre todo la sínfónica, el único arte incapaz de molestar con sus críticas sociales o políticas. Claro, sobre todo cuando no acompañarán a su ópera u opereta. Porque Offenbach se hizo, sin embargo, muy famoso por estas composiciones operísticas divertidas, más populares, más alegres, bailadas, y con algún que otro trasunto que pudiera añadirse. Esto es lo que, especialmente, conseguiría este curioso compositor. Y es por lo que, con alguna que otra crítica social, formaría ya parte de esos artistas, como Baudelaire y Manet, que trataran de hacer ver a la sociedad lo que ésta no podría o sabría ver por sí misma. Pero, a pesar de decidirse el pintor por componer ya una obra que reflejara ese espíritu, y que fuese titulada Música en las Tullerías, aquí, en esta grandiosa pintura, no aparecerá ya ningún instrumento, ninguna partitura y ningún músico además.
Como obra de Arte, como composición pictórica, es ésta una extraordinaria pintura que avanzará ya el sentido de lo que, poco después, será denominado como Impresionismo. Pero, ahora, ¿qué más será? Aquí estará toda esa sociedad burguesa bien trajeada, con sus elegantes diseños y sombreros. Éstos configurarán, incluso, una línea horizontal que dividirá así la obra maestra. Arriba, la naturaleza, verde, exuberante, libre, espaciosa y grandiosa. Abajo, la sociedad, oscura, gris, encorsetada, abigarrada, blanca, negra o azulada. El creador, Manet, los pintará a todos como objeto y como sujeto a la vez de la impresionante y enigmática visión. Como objeto los representantes ahora anónimos de la sociedad parisina, en este momento indolente o sorda además a los cambios que la misma requeriría. Como sujeto, los conocidos y amigos del pintor, tan alertas como él a los cambios requeridos por esa sociedad, tan fijos ya en su mirada como aquí los representará ahora Manet, mirándolos a él. Y así se verá en la obra sutilmente, divididos por el delgado tronco encorvado y negro de un árbol. A la izquierda del tronco oscurecido -algo menos de la mitad de la obra- estarán todos estos personajes, el músico Offenbanch, un colega pintor, Fatin-Latour, escritores como Baudelaire y Gautier, etc...
Todos ellos nos mirarán ahora a nosotros, al pintor que los crea y a los espectadores que lo miraremos. Ellos serán el sentido que laterá en la atmósfera semioculta de la obra, como en un motivo ahora cómplice de aquello que el pintor quisiera transmitir. Al otro lado -la parte derecha del lienzo-  nadie mirará al frente, nadie se atreverá a dirigir ya su mirada hacia lo que, por entonces, era aún imposible de admitir: que los cambios sociales no eran aceptados, que el impresionismo, la crítica a un sistema -el Segundo Imperio- que habría ya cercenado libertades y avances, que la apertura a una sociedad más acorde con el espíritu de lo que había sido Francia, no podía todavía relucir libremente entre las cenagosas aguas de una sociedad hipócrita, autoindulgente y profundamente cínica. Y el  pintor se decidió ya por pintarla y por criticarla, aunque, ahora, con la única música que pudiera por entonces insinuar, la de su paleta y la de su audacia misteriosa, ésas que mentes por entonces limitadas nunca hubieran podido descubrir.
(Óleo La música en las Tullerías, 1862, del pintor impresionista Édouard Manet, National Gallery, Londres.)

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