Revista Cine

La tienda de los horrores – Aquel maldito tren blindado

Publicado el 27 noviembre 2010 por 39escalones

La tienda de los horrores – Aquel maldito tren blindado

Tremendamente popular desde que Quentin Tarantino realizara su falso remake, este bodrio bélico de Enzo G. Castellari viene a engrosar la interminable lista de productos de culto-friki con que los cinéfilos “alternativos” gustan adornar uno de sus exclusivos clubes privados, la mayor parte de los cuales consistentes en la devoción impostada de subproductos de serie Z, cuanto más desconocidos para el público, mejor, a través de los cuales reafirmar su supuestamente particular sapiencia, su mayor capacidad de desbroce y su singular agudeza intelecto-emocional fuera de los circuitos críticos “oficiales”, toda una labor de proselitismo fundamentada básicamente en la autoafirmación (con la, suponemos, subida correspondiente de la autoestima) de una exclusividad de gusto y criterio que supone en última instancia mirar a sus congéneres, especialmente si optan por la calidad del cine clásico bien hecho, por encima del hombro. Así, regodeándose en el cine que el resto del mundo, no es que desconozca, sino que ha descartado por pésimo, es como algunos intentan emular a los “genios” que convierten esa tendencia en su mecanismo para forrarse, pero en plan pobre, claro. Es la única explicación plausible al hecho de que a alguien -Tarantino incluido- pueda gustarle este pestiño en serio.

La cosa va de un grupo de convictos del ejército americano en plena Segunda Guerra Mundial que, mientras son trasladados a prisión, aprovechan el ataque de los alemanes para escapar a tiro limpio incluso tiroteando a los guardias de su propio ejército. En su huida hacia terreno neutral, armados como un comando, se enfrentan a distintas unidades nazis eliminando a un buen puñado de soldados y capturando e inutilizando gran cantidad de material de guerra, y su suplantación de un comando americano destinado a una importante misión ante un oficial (Ian Bannen), consiguen una promesa de libertad por la que luchar, en una misión suicida para volar un tren alemán por la que sacrifcarán sus vidas.

La película está construida sobre la base de la pretendidamente espectacular -pero algo escasa de presupuesto, como el resto del rodaje- escena final, en la que el tren ha de estallar llevándose por delante un apeadero ferroviario. Sin embargo, los capítulos previos son tan lamentables, que no vale la pena el esfuerzo. Personajes mal caracterizados, diálogos risibles, un tono de comedieta barata que no consigue hacer volar las risas, y unas abundantes escenas de acción en las que canta a la legua la escasez de medios y la falta de imaginación de los guionistas (consisten básicamente en la continua sucesión de episodios de combate sin talento, oficio ni beneficio alguno más que la presunta espectacularidad de la sangre y la banalización de la muerte y de la guerra), no son suficientes para excusar el necesario y meritorio encaje de bolillos con que directores y productores de los setenta lograban poner en pie apreciables producciones de acción y violencia. En este caso, el colmo es la historieta de amor metida con calzador entre uno de los presos evadidos y una joven de la resistencia franchute, tan lamentable y ridícula en su concepción y desarrollo, como sonrojante en su conclusión.

El reparto, muy justito más allá de la testosterona que desprenden bajo el color caqui, no consigue despegar ni en cuanto a la comicidad de Bo Svenson, el protagonista de este petardo, ni con el supuesto humor de Michael Pergolani, cuya mayor alegría viene proporcionada en el momento en que lo revientan con una buena dosis de plomo. El guión, construido sobre situaciones casi improvisadas, hecho avanzar a golpe más de ocurrencias casuales que lleven a un final que aparentemente es lo único que se ha pensado, sólo es comparable a una técnica ramplona, que no destaca ni por la fotografía (la textura de la imagen es de grano gordo, más cercana al telefilme setentero o a series tipo El equipo A que a algo que pueda llamarse cine), ni por la dirección de las escenas bélicas (angulaciones de cámara, panorámicas, puesta en escena que identifique la situación de los contendientes, sus objetivos o trayectorias), exceptuando quizá la de la estación, ni por la dirección artística (la caracterización de los miembros de la resistencia franchute, la decoración del interior del castillo, etc.), ni por el montaje, que parece hecho por una cabra a mordiscos. No es de extrañar que Tarantino utilizara su título (The inglorious bastards) y ecos de sus ambientes y situaciones, pero no su “trama” ni sus “personajes”, para su última película hasta la fecha, una herencia que, a pesar de ser selectiva, lastra de tal manera el film de Tarantino que lo convierte en uno de los más importantes blufs de lo que llevamos de milenio, y que, a la vista de su “original”, incluso resulta menos sincera en su concepción paródica y en su intención de erigirse en icono de la serie Z.

Continua orgía de disparos, despreocupada por cualquier cosa que tenga que ver con el rigor histórico o el contexto militar de la época, repleta a su vez de homenajes (La gran evasión, Los doce del patíbulo) y más bien tirando a tontorrona en su concepción de personajes, relaciones entre ellos y diálogos, solo las constantes detonaciones soltadas sin ton ni son libran al espectador de un garantizado bostezo, obligándole a tragarse interminables e intrascendentes conversaciones y aún más largas e intrascendentes escenas de combate. Una película que falla además en lo que pretendidamente podría ser su intención última: ni siquiera resulta estimable como apología del cine gamberro.

Acusados: todos
Atenuantes: ninguno
Agravantes: cada uno de sus noventa y nueve minutos
Condena: culpables
Sentencia: manicura de manos y pies con hacha de carnicero



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