Revista Cine

La tienda de los horrores – Bailar en la oscuridad

Publicado el 11 junio 2011 por 39escalones

Para el escritor Javier Marías, inspirador de esta entrada gracias a su descacharrante artículo Insomnio de cine (2000).

La tienda de los horrores – Bailar en la oscuridad

Que Lars von Trier es gilipollas perdido es algo que se viene comentando hace días por los mentideros estos de las películas. Él mismo no lo niega sino que, habiéndolo confirmado de palabra motu proprio en no pocas ocasiones, no le duelen prendas en mostrarse tal cual es incluso en las ruedas de prensa promocionales de las películas que acaban de recibir ovaciones y elogios (ya se sabe, su estúpido discurso en Cannes sobre su particular comprensión de los comportamientos de Hitler). Hasta ese momento, sin embargo, a un montón de juntaletras y no pocos críticos de buena fe impresionables con cada reinvención de la rueda, Von Trier les parecía la panacea de la rebelión y de la provocación tras la cámara, el culmen de la intelectualidad y de una refrescante y necesaria nueva mirada cinematográfica (el tal Dogma, que, salvo excepciones contadas, ha producido películas que parecen resultado de largas horas de orgía etílica), haciendo caso omiso de sus pretenciosos y casi siempre huecos juegos pseudosesudos y de sus artes promocionales basadas en la ofensa, la controversia y la polémica gratuitas, hasta que la falla ha ardido del todo y el amigo Lars ha terminado retratándose como un pretencioso director sin más con una carrera llena de altibajos, con películas excelentes (Dogville, El jefe de todo esto, Rompiendo las olas), mediocres (Europa, Los idiotas) o directamente espantosas, entre las que destaca por encima de todas este celebrado engendro llamado Bailar en la oscuridad (2000).

Lo que llama la atención es que semejante plaste haya logrado tal corriente de admiración casi unánime entre críticos, aficionados y público en general tratándose de una casi ridícula traslación a imágenes de un guión todavía más ridículo. Y más aún que en Cannes, donde hoy no le darían ni las buenas tardes, le regalaran nada menos que la Palma de Oro en la edición que probablemente más barata se ha vendido, por no mencionar el premio a la mejor ¿actriz? para su horripilante protagonista, la pseudocantante Björk, que cansada de sus perpetraciones musicales decidió aprovechar la oportunidad de trasladar su abominable presencia a la pantalla. La película (que, como viene siendo habitual en Von Trier y su productora, Zentropa, aspira al título de coproducción más superpoblada de la historia, pues forman parte de ella productores de Dinamarca, Alemania, Holanda, Italia, Estados Unidos, Reino Unido, Francia, Suecia, Finlandia, Islandia y Noruega; casi la ONU…), por más premiada que esté y más elogios que reciba, desprende por sí misma lo que es, una musicalización (si es que a lo suyo, obra de la susodicha islandesa, se le puede llamar música) de una historia que asume uno por uno todos los pestilentes postulados del culebrón más ramplón y del folletín decimonónico de más baja estofa concebible: sin escatimar azúcar, lágrimas y cursilerías varias, Von Trier nos acerca a la historia de Selma (la pedorra de Björk, una de las ¿artistas? más incomprensiblemente sobrevaloradas de todos los tiempos), una inmigrante checa en Estados Unidos que malvive en un régimen de semiesclavitud en una fábrica. Como tal caracterización es poca desgracia, la muchacha es madre soltera y además padece una extraña enfermedad ocular degenerativa y hereditaria (sin que en ningún momento digan cuál es) que la está dejando ciega. Pero este cúmulo de desgracias contrarresta su mala fortuna siendo un cacho de pan: más buena, más dulce, más amorosa, más pava, no puede ser. Más bien pavisosa, con esa congelada sonrisa como si permanentemente se regocijara de una ventosidad expulsada sin que nadie se haya dado cuenta. El primer problema de la película radica precisamente ahí: mientras que todos los personajes la adoran por su bondad, al otro lado de la pantalla sólo se ve a una idiota suprema, a un ser bobo, meloncio, consciente de manera autocomplaciente de su propia bondad y, por tanto, falsa, soberbia, engreída, presuntuosa, una Teresa de Calcuta de andar por casa, de cartón piedra.

Si ahí terminaran las incongruencias y los caprichos narrativos, el pecado se quedaría a medias. Para continuar con la estructura telenovelera, resulta que su nene, que padece de la misma enfermedad ocular que ella y que no desempeña ningún otro papel en la película que ser una coartada emocional sin protagonismo alguno más que de manera tangencial (ni la propia Selma, como señala Marías, le hace ni puto caso), precisa de una operación cuyos costes ella sola no puede afrontar sin realizar enormes sacrificios y pasar por grandes privaciones, guardando cada céntimo y cada dólar que puede en el calcetín destinado a la intervención quirúrgica. Con ese panorama vital, Selma, obviamente, se cagaría en todo lo que se menea si no fuera porque, fíjate tú, adora los musicales clásicos de Hollywood y siembra sus fantasías diurnas (ni siquiera espera a dormirse para alucinar, como si desayunara un tazón de LSD) de los números musicales más vomitivos, vergonzosos y ridículos jamás rodados, en los que destaca una patética Catherine Deneuve escogida por Von Trier para encarnar a una glamourosa obrera de la fábrica, cuya entrega al baile sin duda podría calificarse de crimen contra la humanidad. Como el drama no está completo, porque a Selma aún le caben pejigueras encima y es tan buena tan buena tan buena que a su lado el algodón de azúcar parece la cagarruta de Luzbel, pues nada, que encima aún tiene cuerpo de hacer de ONG de la vecindad, y en plan Santa Paletas, ni culo ni tetas, se dedica a escuchar con paciencia beatífica las penas de sus amigos y vecinos y a proporcionarles una solución si está en su mano. Entre ellos, su vecino policía, el cual, durante una visita, descubre el lugar donde Selma esconde las perras para la operación. Como, oh, gran secreto de la tragedia, su esposa se gasta el dinero a manos llenas y ahora se le ha metido entre ceja y ceja renovar el mobiliario de la casa, empezando por el sofá, pues el hombre, que está jodido de verdad, deprimido por no poder comprar el sofá que su señora anhela para asentar sus celulíticas posaderas, pues nada, que le roba la pasta a Selma para irse corriendo a IKEA. Se supone que el vehículo del mensaje es que encima sea poli, que se salte toda barrera personal y profesional de honestidad. Claro, el tío será imbécil, pero tiene su corazoncito, y le repatea haberle birlado la pasta a una cieguecita (o casi, o mucho o poco, no se sabe, porque ni Von Trier ni la presunta cantante caen en informar al espectador de cuál es el grado progresivo de la enfermedad: la individua tan pronto se maneja bien con gafas como incluso se las quita, así como otras veces no ve ni torta con ni con gafas ni sin ellas, así le pusieran unos cristales del tamaño de las mollas de King Africa), con lo cual se hunde en una depresión de caballo hasta que Selma, que está en todos los caldos, en una de las mejores escenas involuntariamente cómicas que se recuerdan en las últimas décadas, le pega cuatro tiros -o más bien dispara unas cuantas veces, porque claro, para atinarle sin ver tres en un burro…; no es de extrañar que tenga que rematarlo a porrazos con un objeto más pesado que contundente- para que no sufra (como si fuera poco sufrimiento que a uno lo cosan a tiros y le destrocen la cabeza a leñazos). Todo a petición suya, claro, que Selma no es ninguna asesina, sino una mera administradora de eutanasias de plomo y garrotazos terapéuticos. Ya se sabe: haz bien y no mires a quién.

Por camino tan exótico llega Selma a ser juzgada y condenada a muerte, por supuesto, con canción y baile absolutamente idiotas de por medio, no sin antes haber entregado el parné al oculista que ha de realizar la operación de su hijo y habiéndose ganado con su bondad y dulzura de mermelada ñoña a carceleros, guardias, policías y demás fuerzas del orden público. La paradoja, la esencia del mensaje, es la idea de sacrificio: como no hay dinero para todo, para la operación y para la defensa judicial, ante la indiferencia o la cobardía que la rodean, ella prefiere inmolarse siendo inocente (y renunciando a defenderse en el juicio: ¿qué tiene que ver no poder pagarse un abogado para estar callado ante el tribunal? Si es que Selma es pava, ya lo hemos dicho…), eso sí, sin que su hijo sepa nunca de su sacrificio porque los disgustos pueden ocasionarle un empeoramiento de su enfermedad (como bien apunta Javier Marías en su soberbio artículo, como si tener a la madre colgando de una soga fuera poco disgusto ya…). El caso es que a Selma la cuelgan ya de una puta vez, tras dos horas y veinte minutos esperando que llegara tan preciado momento, no sin antes regalarnos otra repugnante interpretación de algo parecido a una canción, y tras otra escena lacrimógena con la Deneuve, que no se ha llevado un dinero peor ganado que este en su vida.

Mención aparte merecen los ¿números musicales? (desde aquí retamos a cualquier defensor de la película a que haga la prueba del nueve: se coge un musical en condiciones, pongamos Cantando bajo la lluvia, o incluso All that jazz, y se le quita el sonido durante los números musicales; luego se hace lo mismo con esto: ver para creer). Mirándolos, uno se pregunta si Von Trier fue ese día al rodaje o si sus instrucciones consistieron en suministrar hongos alucinógenos al personal, enchufar la radio y poner la cámara para que filmara el resultado. La música de la película, producto del enfermizo cerebro de la tal Björk, cuyo gusto musical equivale a su predilección por la vestimenta bizarra (la ropa de Ágata Ruiz de la Prada al lado de sus esperpénticas apariciones parece el uniforme de un recatado internado católico), no merece tal nombre, y convierte en una especie de acto de justicia natural el hecho de que al final a Selma le corten el pasapán mientras pergeña un nuevo timo musicaloide. Visto lo cual, cabe preguntarse qué mierdas han visto los críticos y las mentes sensibles en semejante petardo de película, dónde radican sus virtudes visuales, dónde su genio artístico en la creación de coreografías o en el inserto de la música y de las canciones -o lo que sean- en la trama, cuál es su hondo mensaje (¿que los capitalistas son muy malos y los humildes y pobres muy buenos, tanto que aceptan la muerte y la injusticia por hacer el bien? ¿Pero este Von Trier nació de culo?), dónde las supuestas claves de un guión repleto de apelaciones sensibleras a la pornografía sentimental. Convertida en una de las más evidentes y repulsivas estafas cinematográficas de todos los tiempos, constituye no se sabe cómo uno de los pilares básicos de la filmografía de uno de los tipos más controvertidos, adorados y odiados del panorama cinematográfico mundial, un elemento capaz de hacer trilogías aleccionadoras sobre los Estados Unidos sin haber puesto jamás un pie allí (con eso se dice todo), por más que alguno de sus capítulos sea de una brillantez sorprendente.

Sin embargo, dado que la concepción del cine de Von Trier se reduce a la provocación y al permanente intento por demostrar que su inteligencia es superior a la de su público (en el mismo lugar donde proclamó su comprensión sobre la persona de Hitler manifestó años atrás su condición de “mejor director del mundo”), vendiéndole bien tramas tan complejas que ni él mismo sabe por dónde cuadrarlas pero que desconciertan al espectador, invitándole a confundir complejidad con confusión y a tildar de maravilla aquello que no entiende, bien declaradas imbecilidades que algún presuntuoso y engreído siempre ha de tomar por geniales, no cabe duda de que Bailar en la oscuridad cumple con esa función, la de provocar. Arcadas.

Acusados: Lars von Trier, Björk y Catherine Deneuve
Atenuantes: Björk es ahorcada mientras canta; algo es algo
Agravantes: un drama pretendidamente lacrimógeno que despierta perplejas carcajadas en cuanto uno presta un poco de atención a la insensatez a la que asiste, y que se convierte en encanada imparable cuando aparece la “obrera” Deneuve; si ya baila, es para pedir el ingreso en el frenopático
Sentencia: culpables
Condena: Von Trier: ver una tras otra sus peores películas; Björk: adaptar todo el repertorio de Georgie Dann al islandés; Deneuve: apuntarse a las Mamachicho.


La tienda de los horrores – Bailar en la oscuridad

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